El Tribunal Penal de la Corte Nacional de Justicia, que emitió la sentencia en el caso Sobornos 2012-2016, al denegar los recursos de aclaración y ampliación, ha dicho de manera categórica que Rafael Correa, durante el ejercicio de su mandato, “fue un autócrata, que manejó todas las funciones del Estado”. Y esta afirmación es una verdad jurídica contundente. El 2010, Correa lo dijo con naturalidad que debíamos entender que, siendo jefe de Estado, era el jefe de todos los poderes. Jefe de la Función Legislativa, de la Judicial y de todo el resto. Era el autócrata.

Antes alegó que la división de poderes y la alternancia democrática era una “idea burguesa”.

Los hermanos Alvarado, operadores del Estado de propaganda, difundieron profusamente un video musicalizado que se titula La dictadura del corazón. Después, exclamó: “Gracias a Dios soy dictador”. Permaneció durante diez años y pretendió mantenerse a perpetuidad. Para lo cual introdujo una torcida y engañosa enmienda constitucional.

La autocracia es un sistema de gobierno en el que todo el poder lo asume una sola persona. Poder absoluto, sin límites ni controles.

El autócrata deviene en despiadado y resentido. Ejerce el poder con desenfreno. Impone un culto a la personalidad y le encanta ser ensalzado y glorificado, acumula halagos y honores.

El autócrata de acá levantó en el Palacio de Carondelet su propio museo, para trascender por los tiempos; y, recopiló decenas de doctorados honoris causa. Vanidoso y petulante decía: “Yo ya no soy yo. Soy todo un pueblo”.

El autócrata erige un Estado omnipotente, que se mezcla con su grandeza. Ahí, no hay ciudadanos sino súbditos, que obedecen al poder. Con todo el poder en sus manos, no conoce ni tiene mínimos éticos. Como jefe absoluto está en la cúspide del poder total; y, arrebatado, hace lo que quiere.

El autócrata es todopoderoso, mandamás y único. No puede admitir nada fuera de su designio. Eso no es posible. La justicia será homogénea porque todos le obedecen, leales a su poder y con deberes de gratitud, para perseguir y sentenciar a sus enemigos.

Es maniqueo: sus seguidores y obedientes son confiables. Los “otros”, enemigos perseguibles. Su política es absoluta. Conjuga el odio y el resentimiento. La política del amigo/enemigo. Detesta al que piense de otro modo. Son los “sufridores”, de quienes hay que burlarse y a quienes debe aplastar, humillar y destruir; porque es sarcástico, exaltado y vengativo.

En la autocracia, Estado y quien manda son una misma cosa (El Estado soy yo). Impone el orden y la cohesión. La uniformidad en el pensamiento. Siempre prevalece su única voluntad. No dialoga ni persuade. Impone. Nunca duda ni se equivoca porque se considera infalible. Todo el poder está a sus órdenes y el resto obedece. Su voluntad es superior y suprema. Incuestionable. Inapelable.

Como sostiene el Tribunal Penal de la Corte Nacional, no tuvimos un presidente sino un autócrata, que usó y abusó del poder despótico, despreciando la pluralidad e ignorando la dignidad humana. (O)