Ahora, más que nunca, hemos llegado a estar muy cerca de nosotros mismos. Encerrados, lejos del mundo, ya no tenemos que simular que somos de una u otra determinada manera como cuando estamos rodeados de gente.

Sin el filtro de la rutina, nos hemos enfrentado a nuestras más grandes dudas y flaquezas, y a nuestras más temibles preocupaciones. Aun frente a una avalancha de exigencias e información hemos encontrado momentos para reflexionar sobre lo que hemos hecho o dejado de hacer.

Han sido meses de pensar en el libro que no leímos, la protesta a la que no acudimos, la decisión que no tomamos. Y otros tanto de agradecer por el viaje que hicimos, la pareja que escogimos o la mascarilla que nos pusimos. Nada es al azar, pero tampoco todo sucede por algo.

Somos quienes somos porque en la lotería genética se conjugan privilegios de clase con la voluntad de la biología, y con, o contra, los dos, luchamos a diario por lo que necesitamos o ansiamos.

En medio de este sube y baja entre la angustia y la alegría, según toque, decidimos volvernos más fuertes y más recursivos, menos dejados y menos furiosos. O ya no nos quejamos de las mismas cosas y lo que antes nos indignaba ya no llega a dañarnos el genio. Otros días reculamos y nos encontramos frente a frente –al rojo vivo, sin tapujos– con quien quisimos ser y no fuimos, o quien tratamos de ser poniéndole muchas ganas.

En esos breves segundos, como cuando pensamos que nuestro avión caerá por la turbulencia más dramática de nuestras vidas, prometemos volvernos mejor que la persona que éramos cinco minutos antes. Y a las pocas horas, o al día siguiente, regresamos a nuestras viejas mañas.

Ni detrás de la mascarilla nos podemos esconder, pues nadie nos reconoce mejor sin siquiera mirar. La hora a la que nos gusta despertar, el clima que preferimos, las palabrotas que exclamamos. A veces nos olvidamos, pero podemos recordarlo todo sin hacer mucha memoria. Cuánta agua tomamos de un vaso antes de parar, cuántas migas dejamos en un plato después de comer, cuántos pasillos estamos dispuestos a cantar.

“Nada será como antes” escuchamos, ansiosos, decir a los demás, pero nos olvidamos de que al final del camino estaremos esperándonos a nosotros mismos. Con nuestras cuitas e imperfecciones, con nuestras virtudes y nuestras ambiciones; y eso significa que muchas cosas quedarán igual. La pandemia nos enfrentó al miedo de vernos a la cara, pero también nos llevó de la mano a dejar de buscarnos y tener la oportunidad de apreciarnos como somos. De alguna manera, hoy estamos en nuestro futuro; “lo que se viene” es lo que, como mejor podemos, estamos confrontando.

Porque no hay muchas más certezas que las que nosotros mismos podemos darnos, el destino de este viaje es lo que hagamos de él, con el boleto que nos fue asignado. No callemos si pensamos que es injusto, pero tampoco nos echemos en nuestra propia contra por ello, en este nuevo tiempo y espacio en el que estamos y somos. (O)