Toda la historia de los primeros descubrimientos y la exploración del continente americano se explica por la necesidad de España y Portugal de largarse a conquistar el mundo, unos al oriente y otros al occidente de la línea que estableció el tratado de Tordesillas en 1494. Pero esa necesidad no se entiende cabalmente sin la sed de aventuras de españoles y portugueses, y sin la nao, el gran invento portugués de fines del siglo XV que les permitió navegar a mar abierto.
Sabían que la Tierra era una esfera, pero no conocían todavía sus dimensiones. Para Colón, las Indias tenían que estar mucho más cerca y se las encontró en América, porque no se imaginaba que estaban tan lejos.
Fue la expedición de Magallanes y Elcano la que estableció las dimensiones reales del globo terráqueo, pero también confirmó que el continente americano resultó un obstáculo inmenso para viajar desde España al Lago Español, como se conoció al Pacífico durante los 250 años en los que lo navegaron a sus anchas, ya que toda la costa americana y las Filipinas eran españolas.
Solemos llamar carabelas a las del primer viaje de Cristóbal Colón, pero la Santa María, en la que viajaba el Gran Almirante, ya era una nao. La nao (navío) era un buque concebido para navegar sin remos, con timón articulado en la popa, castillos en proa y en popa y tres palos para velas cuadradas. Con una brújula, una esfera armilar y un reloj de arena se animaban a lo que sea. Y cuando Elcano terminó su vuelta al mundo pudieron acercarse con bastante precisión al tamaño real del planeta, corregir la esfera armilar y mapear los astros que lo rodean en toda su dimensión; y también pudieron establecer por dónde pasaba la línea de Tordesillas del otro lado del mundo. Con el tiempo los navíos se agrandaron y se armaron para la guerra, pero las naos de nuestros intrépidos navegantes solo servían para cargar toneladas de especias de las islas Molucas y volver a España.
Todo bien con las naos, pero no dejaban de ser unas cáscaras de nuez en las que viajaban amontonados y pasaban penurias incontables aquellos navegantes que se mareaban en tierra firme. Estos campeones no podían vivir sin hacerse a la mar, algo parecido a lo que nos pasa con cualquier actividad que nos apasiona, ya sea pescar, coleccionar estampillas o subir montañas. Nadie sabe de dónde sale la fuerza que nos lleva a la cima del Chimborazo o a la del Everest, pero hay una que lo consigue.
Cualquier instrumento que usemos, por moderno que sea, puede servir para dar la vuelta al mundo o para llegar hasta Marte. Pero lo que realmente logra los objetivos que nos proponemos no son los instrumentos sino la pasión que ponemos por conseguirlos.
El tiempo debería medirse con un reloj que no marque las horas sino la intensidad, la pasión de cada momento. No hay todavía —y supongo que no habrá nunca— instrumental capaz de medir eso que nos lleva a conseguir lo que queremos. Solo podemos medir la pasión con una medida subjetiva, arbitraria, borrosa y tardía, pero es la única que vale, porque aunque fracasemos, estaremos felices de haberlo intentado. (O)