“Vencer sin combatir es la suprema excelencia”, escribió hace más de 2.500 años Sun Tzu en El arte de la guerra. Su lección, nacida en los campos de batalla de la antigua China, encuentra eco hoy en las calles del Ecuador, donde los gobiernos enfrentan un ciclo persistente de protestas.

Los costos del paro

Durante 25 años, Ecuador ha transitado por un ciclo reiterado de confrontaciones sociales que reflejan la tensión entre el poder político y la legitimidad popular. En el año 2000, la crisis bancaria y la dolarización detonaron la caída de Jamil Mahuad, marcando el inicio de una era donde la protesta se convirtió en correctivo del sistema. En 2005, el desgaste del régimen de Lucio Gutiérrez reavivó el protagonismo de una ciudadanía urbana que terminó provocando su derrocamiento. Más tarde, en 2012, la ‘marcha por el agua y la vida’ abrió un nuevo frente ético en defensa de los derechos de la naturaleza frente al extractivismo. En 2015, el llamado paro del pueblo reveló la convergencia inédita entre sindicatos, movimientos indígenas y sectores de oposición contra las leyes de herencias y plusvalía, forzando un repliegue parcial del Ejecutivo. En 2019, la eliminación de subsidios incendió el país y obligó a revertir la medida, evidenciando la fuerza moral y organizativa de la ciudadanía. Tres años después, en 2022, la combinación entre crisis inflacionaria y descontento juvenil derivó en un diálogo nacional que ofreció compensaciones sociales. Finalmente, en 2025, la eliminación total del subsidio al diésel volvió a colocar al país en una encrucijada: con carreteras bloqueadas, estados de excepción y una negociación abierta que simboliza el eterno retorno de una lección no aprendida, donde el país parece atrapado en una espiral de represión y de improvisación que reemplazan a la previsión y al diálogo.

Durante el último cuarto de siglo, los paros han sido mucho más que estallidos momentáneos: son expresiones de una estructura social desigual, marcada por la concentración del poder y la dependencia de subsidios como válvula de escape política. Cada levantamiento ha revelado la distancia entre el Estado y la ciudadanía, y la incapacidad de las élites para anticipar el malestar antes del estallido.

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Todos somos culpables

El siglo XXI ha transformado el campo de batalla. Ya no se trata de armas, sino de percepciones, narrativas y legitimidad. Las calles, los medios de comunicación y las redes sociales se han convertido en los nuevos escenarios de la contienda simbólica. En este contexto, conocer al “contrario” implica entender el alma colectiva: las frustraciones, esperanzas y carencias que movilizan a la sociedad. Los gobiernos que no practican esa empatía estructural terminan enfrentando un pueblo que se siente invisible y traicionado.

Ecuador necesita aprender a “ser como el agua”, a fluir con inteligencia política y adaptabilidad ética. Suspender una medida impopular no debe interpretarse como debilidad, sino como sabiduría táctica. Los gobiernos sabios comprenden que el poder no se sostiene en la imposición, sino en la coherencia moral y la narrativa transparente.

Sun Tzu advertía que “una guerra prolongada agota al vencedor y al vencido”. Cada paro prolongado desgasta la legitimidad del Estado. El arte está en controlar el ritmo del conflicto: mantener la calma, evitar provocaciones y convertir la protesta en diálogo.

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Cultura de paz: solución para el conflicto social

El pensamiento de Sun Tzu no busca la represión, sino la armonía. Un líder sabio debe buscar el bien del pueblo y evitar el daño, y en Ecuador esto significa transformar los paros en puentes, no en trincheras; ver en la protesta no una amenaza, sino una oportunidad de reconstrucción democrática. La fuerza impone, pero la sabiduría transforma.

El futuro de los gobiernos no dependerá de su capacidad para controlar la calle, sino para conquistar el corazón del pueblo. Los países que aprendan a aplicar El arte de la guerra en clave de paz no necesitarán ejércitos para mantener el orden. (O)

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Jorge Ortiz Merchán, máster en Economía y Políticas Públicas, Durán