Todo comienza con una sospecha. Luego la certificación. Entonces no queda de otra que aferrarse a la esperanza. Empieza el calvario.
Rostros entumecidos de angustia y desolación. Se siente la impotencia. Hedor a miseria. No importa si eres rico o pobre, el va y viene es el mismo. Nadie cruza palabras ni pensamientos. La mirada perdida. Gente caminando lento y otras empujando las sillitas del que está postrado.
¡Todos sufren!, unos más, otros menos. Resignados. ¿Dante se habrá inspirado en un escenario tan desolador como este para escribir sobre sus círculos? ¿La antesala del infierno? Uno se pregunta: “¿qué terrible cosa habré (o no habré) hecho en mi vida?; ¿será castigo o penitencia?, o ¿tengo que redimirme?”.
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Mientras tanto, médicos y enfermeras, con sus alas desgastadas y a paso apresurado, como queriendo ganarle tiempo al tiempo, (porque saben que es lo único que importa: el tiempo que se acaba), recorren los pasillos llevando consuelo, más que remedios, a los inertes pacientes.
Las salas de espera son otro vía crucis. El tiempo se detiene y la esperanza también. Yo, en medio de todo esto, reflexiono sobre lo efímera que es la felicidad y la existencia. Hoy estás bien, mañana no sabemos. Las cosas cambian de un día para otro. Te pones en modo pausa.
Pero es aquí mismo donde aparece la fábrica de milagros. Hasta los más incrédulos le rezan a su dios para que les haga el milagro. Los santos, los ángeles y los arcángeles rondan en estos mismos pasillos estigmatizados por el dolor. En muchos casos también la Virgencita, cual madre del Creador nos dé una manita. Todo cuenta, todo suma. Mientras tanto, seguimos en la lucha. (O)
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Roberto Montalván Morla, Guayaquil