Escribí mi primer artículo como columnista titular de este Diario hace diez años. Estaba en aquella época trabajando en un proyecto urbanístico en Jama y usaba Bahía de Caráquez como mi centro de operaciones. Recuerdo que aquel fue también el día que abrí mi cuenta personal de Instagram. Encontré una mariposa del tamaño de mi mano sobre el parachoques de una camioneta. Lucía unos blancos y rojos muy intensos, similares a los de un pez payaso. Esa fue mi primera foto.

La reflexión que me queda al sobrevolar estos diez años en estas 84.000 palabras y 226.000 caracteres es que aún tenemos mucho que hacer. Me queda claro que hay mucho que pensar, antes de hacer. Seguimos en un entorno donde se valoran solo las acciones, tengan estas un pensamiento que las conduzca o no. Lo ideal sería el equilibrio entre ambas, entre la acción y la razón. Pero parece que aún estamos lejos de ello.

La mayoría de los lectores deducen que el hilo conductor principal de mis artículos ha sido la ciudad. El urbanismo me fascina; más allá de uno que otro golpe bajo que he recibido por compartir una perspectiva diferente de las cosas. También me los han dado por insistir en que nos quitemos ese pensamiento retrógrado que aún nos lleva a creer que existen personas o instituciones incuestionables.

Nuestro deber es cuestionar. Solo así las sociedades evitan el estancamiento o logran salir de él.

Personalmente, creo que mi visión no solo se ha quedado en lo urbano. Me atrevo a pensar –ojalá con razón– que busco resaltar lo humano; y que la ciudad suele ser un buen medio para hacerlo y para beneficiar a muchos. De ahí que de vez en cuando me salga de aquel tópico y logre con cierto tino tratar asuntos que estén más allá de mi campo de acción; cualidad que agradezco a mi formación en artes liberales.

Y en diez años la vida tiene cambios dramáticos. Los que estuvieron se van, y cosas buenas nos dejan en la memoria. Los chicos crecen inevitablemente, se vuelven individuos que te enriquecen con su perspectiva fresca de las cosas. Uno se vuelve padre para ver el mundo con nuevos colores a través de los hijos.

El tiempo nos convierte en un mosaico, cuyas piezas dejan las buenas personas que se encuentra en el camino. Gracias a ellas podemos disfrutar de los nuevos personajes que nos trae el presente.

Lo triste de este tiempo ha sido ver morir a la arquitectura, tal como me la enseñaron. Dejó de ser un servicio para quedarse reducida a un producto. Nosotros, los arquitectos, somos los principales culpables de ello. Cedimos mucho, y hablamos de arquitectura solamente entre arquitectos. Morimos ahogados en nuestra propia burbuja. Las nuevas generaciones que tomen la posta deberán oxigenar nuestra profesión, yendo más allá de lo edilicio, resolviendo otros problemas con la mentalidad espacial que nos caracteriza.

Ojalá que en los escritos por venir pueda narrar mejores escenarios para mis dos ciudades. Quiero escribir sobre un Guayaquil que salga de su estancamiento y sobre un Quito que ya no caiga en picada. Que dichas historias suenen reales y no a esperanzas con sabor a ciencia-ficción. (O)