El dato escandaliza, confirma el abismo entre los políticos y el electorado, la soberbia actitud de considerar al pueblo ecuatoriano como un rebaño de tontos. Diecisiete parejas de iluminados –bajo tutela del respectivo partido o movimiento– saben lo que hay que hacer con este país para sacarlo de la postración, la pobreza y la violencia.

Basta tener un poco de memoria –o con buena fortuna, recordar los estudios de historia– para reconocer que el Ecuador ha marchado a bandazos, distanciado siempre de las declaratorias fervorosas de campaña, mordiendo amargas realidades, a tal punto de llegar a fronteras de escepticismo, descreimiento y rabia. Eso, si no pertenecemos al grupo de desesperados que entregarán sus votos a cambio de camisetas, sánduches y mítines bailables.

Ya lo dijo alguien en redes sociales: ¿por qué el Estado tiene que darle dinero al binomio que de la noche a la mañana surge, echando mano a rostros de televisión y a otro dizque fogueado en las lides políticas? O peor todavía, a gente que emerge del pozo oscuro de la politiquería, cuya acción ya viene contaminada de las argucias que se aprenden en la función pública o en el entramado partidista. Es verdad que la Constitución sostiene que todo ecuatoriano tiene derecho a elegir y ser elegido, pero el sentido común exigiría que esas personas vinieran preparadas para optar por la complejísima tarea de gobernar.

Escribo por el círculo de quienes leemos la prensa, nos informamos del acontecer político interno e internacional y tenemos memoria. En ese círculo solo hay decepción, incredulidad y malicia. ¿Acaso podemos tomar en serio los discursos que usan las palabras democracia, servicio, patria, pueblo, si son las muletillas de las mentiras o las seudo buenas intenciones?

Es verdad que alguien tiene que gobernar, que un equipo de personas movidas por ideas claras y propósitos cívicos debe emprender una labor de saneamiento primero –todo parece infectado por la corrupción– y de reconstrucción después, pero el mal ejemplo ya está regado –esa Asamblea a la que se llega con la avidez de las fieras–, los estamentos judiciales, podridos, una buena carga de leyes estorba porque fueron diseñadas para absorber poder y no para darles marco ordenado a las iniciativas.

Por todo esto nos preguntamos, ¿cuáles son las verdaderas intenciones de tanta gente que quiere presentarse a las elecciones?, ¿por qué tanto candidato de sospechosas y enjuiciadas experiencias anteriores?, ¿cómo se resignan a exhibir actitudes triunfalistas si saben que van a perder? Algunos dirán que inician una carrera política, otros que sirve para el currículo enlistar entre los méritos que se ha sido “candidato a la Presidencia o Vicepresidencia de la República”. Balandronadas, frivolidades. Alguna meta soterrada debe de haber.

Lamento que mi confianza esté minada, en verdad, anulada. Que sienta que todos mienten porque son muñecos de un ventrílocuo mayor o porque son los hilos de mafias más profundas. Me entristece e indigna sufrir de esta actitud.

Y como esto se parece a un campeonato –quién convence, quién parece más listo, quién tiene mejor imagen y hace las ofertas más deseables– hay que poner pausa en los auténticos problemas ecuatorianos y disponerse a asistir a las funciones del circo. (O)