El regreso político triunfante de Luiz Lula da Silva, quien –desde enero de 2023– jurará por tercera ocasión como presidente del Brasil, genera expectativa no solo en el interior de su país, en la que una mayoría confía en la capacidad de respuesta de su líder para resolver los graves problemas vinculados con la pobreza, el hambre y la desigualdad social; sino que también despierta un vivo interés en la comunidad internacional en torno al papel que jugará el gigante sudamericano en un eventual reacomodo geopolítico y de liderazgo global en temáticas sensibles, como la defensa del medioambiente.
Ciertamente, la victoria del progresismo en Brasil encontró explicación, por una parte, en ese voto de confianza que le dieron quienes, en su momento, como consecuencia de una política pública asistencialista, escalaron a la clase media, producto de la movilidad vertical ascendente, lo que impactó positivamente en sus beneficiarios. Por otro lado, se advierte el voto de rechazo al régimen de Jair Bolsonaro, dado el fracaso de las políticas neoliberales y la consecuente condena al ogro estatal; el accionar de un régimen autocrático que terminó debilitando a las instituciones democráticas; y, desde luego, a esa mala imitación narcisista vinculada al estilo de gobierno trumpista.
Para el 2023 se estiman ingresos por $ 7.229,16 millones frente a $ 4.873,15 millones del impuesto a la renta.
Y es que la tesis del minimalismo estatal frente a la mercadolatría determinó que, por ejemplo, en tiempos de pandemia, América Latina a pesar de representar solamente el 8,4 % de la población mundial concentre –sin embargo– el 28 % del total de las muertes producto del COVID-19, esto ante una precaria y muchas veces inexistente infraestructura sanitaria, un desigual acceso a vacunas y a un acotado régimen de protección social que deja a los pobres en condición de absoluta vulnerabilidad.
De ahí la importancia de contar con un Estado fuerte que corrija las desigualdades y controle los excesos de un mercado que pretende convertir todo en mercancía, incluido la vida y bienestar de las personas. En esa suerte de ‘cosificación’ quien tiene recursos pasa a formar parte de la oferta o la demanda. El resto, los desheredados del sistema, simplemente no existen.
Estas duras lecciones no solamente han debido ser aprendidas por los países latinoamericanos sino incluso del primer mundo, en donde la agricultura, verbigracia, está conectada con la seguridad alimentaria y la propia supervivencia de las naciones.
Lamentablemente, en Ecuador poco se ha asimilado el mensaje. De hecho, valga decir, en la proforma presupuestaria para el año 2023, de un monto total de $ 31.503 millones, apenas se destina un 5,9 % como Plan Anual de Inversiones. Pero eso sí se fijan $ 4.600,27 millones para el pago de amortizaciones de la deuda y para cubrir sentencias nacionales e internacionales que condenan al Estado a pagar decisiones que se tomaron en su momento con el hígado.
O basta mirar los ingresos tributarios que desvelan una marcada injusticia al ser los impuestos indirectos, es decir, los regresivos, como el IVA, la fuente de mayor recaudación. Para el 2023 se estiman ingresos por $ 7.229,16 millones frente a $ 4.873,15 millones del impuesto a la renta. Hay que mirar al Ecuador real. (O)