Un problema casi insoluble de todos los gobiernos es cómo reducir los gastos y al mismo tiempo incrementar los ingresos.

Después de las dictaduras militares de los años setenta del siglo pasado, fueron elegidos para las principales magistraturas dos jóvenes que se impulsaban bajo el eslogan “La fuerza del cambio”. Ambos de buena fe, tuvieron un congreso presidido por Assad Bucaram, quien en un arranque de infame demagogia duplicó el valor del salario mínimo a cuatro mil sucres mensuales. Según el historiador Simón Espinosa, “el barril de petróleo a 40 dólares y el endeudamiento externo retrasaron el estallido de la crisis económica que se venía en buena medida por la acción del Congreso con el aumento salarial, el presupuesto desfinanciado y la negativa a aumentar los impuestos”. Esto ocurría en 1981. En los primeros meses de ese año, el dólar superó la barrera sicológica de 30 sucres, que desde entonces no paró de caer, hasta que en el año 2000 desapareció como signo monetario nacional y fue sustituido por el dólar. Jamil Mahuad tuvo el valor de adoptar la dolarización y Gustavo Noboa Bejarano, el de mantenerla.

Escribo esto como antecedente histórico al tema que me interesa que es cómo proponen los candidatos presidenciales reducir los gastos del Estado.

La mayor parte de los egresos se destina a pagar la burocracia nacional. Es enorme e imprescindible. Son los miembros de la fuerza pública, Ejército y Policía, los empleados de las oficinas, los médicos y enfermeras, los empleados del servicio exterior. Cada día que pasa uno se entera de que se crean más entidades públicas, como las distintas superintendencias, que las hay para muchos controles. De entidades insospechadas y de curiosos nombres. Hace algunos años un analista hizo notar que cada una de esas entidades tiene jefes, secretarias, empleados, choferes y autos que mantener. Legiones de empleados que ganan puntualmente sus sueldos y todos forman como una urdimbre bien tejida, porque tienen parientes en todo el sistema. Podrían quedarse sin empleo. De manera que un candidato que proponga reducir el tamaño del Estado, tarea imprescindible, no tendrá el apoyo de esa multitud. ¿Quién se atreve?

Formé parte del gobierno de Sixto Durán-Ballén, a mucha honra. El frente económico estaba dirigido por el vicepresidente Alberto Dahik y el ministro de Finanzas, Mario Ribadeneira. Fueron audaces. No solo que ejecutaron una política de absoluta austeridad fiscal, suprimiendo puestos innecesarios, obligando a no sustituir a quienes dejaban el trabajo y a no pagar sobretiempos. Además, incrementar el IVA y no los sueldos. La prensa calificó el programa como un “garrotazo contra el pueblo”. En parte lo fue. Lo apoyé porque era sensato y necesario. Sixto dijo que él no había sido elegido para ganar simpatías sino para resolver el peor problema económico del pueblo que era la inflación. Lo hizo: al terminar su gobierno la había reducido a la mitad: un poco más del 22 % anual.

Ese Gobierno tuvo dos grandes victorias: la del Cenepa y contra la hidra de la inflación.

Hablen, señoras y señores candidatos. Esperamos sus propuestas. (O)