Una necesidad doméstica me ha puesto sobre una buena cantidad de mis libros. Limpiándolos, trasladándolos de sitio, he reparado en la carga que significa esta amada acumulación. ¿Somos los que poseemos muchos de estos objetos igual que acumuladores que llenan sus casas de cosas inútiles? Soy consciente de los que no volveré a abrir, de los que recibí por compromiso, de los que cumplieron un papel fugaz en mis intereses. Y de que debería empezar a desprenderme de ellos.

Cada biblioteca tiene una historia. Yo fui una niña feliz que tuvo su primer apego con la de mi padre –su edición de Don Quijote de la editorial Tor, de Buenos Aires, es un tesoro– y mi primer deslumbramiento frente a las realidades del idioma lo sentí frente al libro de texto de mi hermano, El habla de mi tierra, de Ragucci. Muy pronto coleccioné mis propias revistas y libros, a tal punto de que mi mesada varias veces se convirtió en ardorosas adquisiciones. Madurado el placer de comprar y leer libros, no se para jamás.

Desde tiempos en que conseguir buenos títulos solo se podía en las librerías Científica, Su Librería y Cervantes, en Guayaquil, la combinación de curiosidades personales con títulos que se estudiaban en la universidad eran una exigencia doble que se atendía más con suerte que con afán. Por eso, asistía con asiduidad a las bibliotecas públicas –Municipal, con su aparte en la Carlos A. Rolando; Casa de la Cultura, donde consumí literatura ecuatoriana; la de la Sociedad de Artesanos y Amantes del Progreso–. Me hice socia del Centro Ecuatoriano Norteamericano para gozar de los préstamos a fecha.

Mientras tanto, mis repisas se iban llenando de ejemplares de oportunidad. Alguna vez el poeta Jorge Martillo me informó que en el portal del castillo Ala-Vedra se estaban vendiendo libros casi nuevos; allá volé y era evidente que algún necesitado se había deshecho de una colección privada: preciosos tomos de estudios literarios. Con Carlos Calderón Chico, el periodista, historiador y amigo, recorrí puestos de venta, algunos domingos tempraneros. Los viajes han sido buenas oportunidades de adquisición: desde la Cuesta de Moyano, de Madrid, pasando por los baratos libros de la colección Sepan cuántos, de Porrúa de México, hasta la impresionada inmersión en El Ateneo Grand Splendid, de Buenos Aires.

La mirada puesta en el desarrollo literario de mi país me ha provisto de primeras ediciones de muchos libros importantes: que la economía haya impelido a autores y editoriales a usar papel ordinario e impresiones torpes no les quitan su valor histórico y su querida presencia en mi formación de estudiosa de lo nacional. Ahora que vuelvo sobre muchos de ellos, también tengo que concluir en que numerosos títulos provienen de ediciones particulares, producto del gasto de sus autores y de su fe en la palabra propia; también en que ministerios, tribunales y oficinas públicas han publicado libros con desconocidas intenciones que se pierden en el polvo de los tiempos.

Mi actual fortuna radica en que mis contertulias viajan y me preguntan “¿qué le traigo?” y yo me derramo en nombres recientes, en títulos que han recibido premios, en escritores de curiosa procedencia. Por todo esto, pese a que la biblioteca digital también ha crecido, mis libros de papel son gozo, historia, presencia humana. (O)