Siempre fui muy amiguera, con 6 o 7 años fui comadre de todas y cada una de las niñas de Latacunga que bautizaron a su muñeca. Siempre fui muy amiguera, hasta que durante el encierro impuesto por la pandemia del COVID-19 me topé de bruces con la monja de claustro que había vivido en mí, en el total recogimiento que le exigía su condición. Pero ahí estaba y nos caímos bien. Y amé el encierro. Y amé el silencio. Y amé el tiempo aletargado. Y amé el Zoom como única opción de contacto con el mundo. Y me acostumbré al encierro, al silencio, al Zoom…

–Maestra, nos vamos porque nos vamos, ordenó mi alumna/amiga/colega escritora Yahaira Recalde. Y claro, nos fuimos.

El conductor del taxi que nos llevaba a la presentación del escritor y contador de historias argentino Hernán Casciari, en el Teatro Sucre, bajó su marcha como para entrar en puntillas al centro histórico. Yo, al cabo de más de cuatro años, sentí cómo la plaza de San Blas y su diminuta iglesia me anudaban la garganta. Una emoción nueva pero perfectamente reconocible me recorrió como un cosquilleo, como una corriente eléctrica de emoción ante las casas viejas que nos salían al paso con esa belleza antigua que mi monja de claustro y yo habíamos olvidado.

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Llegamos al hermoso teatro que, seguramente Casciari no sabe, nació como carnicerías, y que seguramente le encantará saberlo porque como buen argentino amará la carne. O tal vez no.

El viejo teatro con su olor a teatro y su escenario de teatro y sus butacas de teatro me llevaron en un instante a todas las veces que estuve ahí: desde la Blanca Nieves de Lola Albán hasta esta noche: la noche de Hernán Casciari.

Nos ubicamos en la primera fila, yo soy medio sorda y no quería, no podía perderme una palabra. Y no me la perdí. Algunos cuentos de su repertorio me los sabía de memoria de tanto habérselos leído a mis #AlumnosFavoritos del taller (más de 400 almas). Y sí, me sabía casi todo lo contado/actuado esa noche. Pero disfruté cada palabra y cada gesto de Hernán porque mi monja no lo había visto antes y si ya la saqué del claustro no le quedó más que reír y llorar a gusto.

La sencillez y la sensibilidad de Hernán salieron al escenario sin pedir permiso. Sus historias se pelearon por hacernos vibrar. A ratos con emociones viejas, a ratos con risas nuevas, a ratos con lágrimas.

Yo como librera debería detestar a este autor que no cree en las librerías y no vende ahí sus libros, pero no puedo. Lejos de odiarlo (o de odiarlo bajito) respeto cada una de sus palabras, de sus historias bien contadas, de su actuación espontánea. No me importa que me engañe y que haya repasado cada gesto 1.000 veces, porque subido al escenario me hace creer que es espontáneo. Y yo le creo.

La presentación me quedó faltando, quería que no terminara nunca, pero Hernán Casciari terminó. 2.800 metros de altura no son pelo de cochino, pensé cuando reprimí mi emoción desbordada. La gente suele gritar: ¡Otra, otra!; yo me contuve de gritar: ¡Finlandia, Finlandia! Hernán, no te vayas sin leer Finlandia. Pero fue en ese preciso momento cuando la monja, mi monja, me tomó de la mano y me llevó de vuelta al claustro. (O)