Proporcionar un entorno seguro está entre los deberes de todo Estado. Para cumplir tal propósito está la Policía, que busca mantener el orden y precautelar la propiedad de cada ciudadano. Según la recomendación de la ONU se requieren casi tres policías por cada 1.000 habitantes. Sin embargo, no todos los países pueden solventar los gastos que demanda sostener tales recursos y sus operaciones; pues estas funciones implican diseño de políticas públicas, acuerdos culturales, económicos y una infraestructura global que conecte a los territorios, bajo el paraguas del Estado.

Sistema carcelario fallido en Ecuador

En el caso ecuatoriano, el déficit de servidores policiales fue siempre una constante, de ahí que en varias zonas interandinas las comunidades rurales –se organizaron desde épocas anteriores– en Juntas de Defensa del Campesinado. Ya avanzada la República, el gobierno de Velasco Ibarra reconoció su accionar y en las últimas décadas el Estado ecuatoriano hizo convenios con la Juntas para apoyarse en el control de la seguridad.

La capacidad de organizarse y rendir cuentas a sus sociedades es parte del encanto que tienen las Juntas de Defensa del Campesinado; y dichas organizaciones pueden ser fortalecidas y promocionadas para que actúen ahí donde el Estado está ralentizado por fuerzas fácticas, como las de las bandas delincuenciales. No es descabellado pensar que se dote a las Juntas de Defensa del Campesinado de recursos económicos para profundizar su accionar y que se impulse la creación de Juntas de Defensa Barriales para fortalecer la seguridad ciudadana.

La extorsión agrava la inseguridad

Sin embargo, la organización de instancias sociales para ejecutar acciones de protección policial tiene barreras políticas, pero sobre todo culturales. Porque son las comprensiones culturales las que mueven las voluntades; el término ‘policía’ proviene del griego polis, que significa ciudad y Estado; por lo tanto, donde está un policía está el Estado. Sin embargo, en sociedades manchadas por la corrupción tampoco la Policía se escapa de la sospecha pública y como consecuencia la desconfianza rompe la estructura de cooperación social.

A la desconfianza marcada por la corrupción se suma el enfoque en el bienestar individual, que nos pasa una factura muy alta, porque desde el individualismo nadie se involucra, ya que lo que importa es aquello que directamente afecta; así se juzga el bien o el mal según cuán cercana sea la consecuencia al núcleo familiar. Razones por las que quedan lejanas las posibilidades de organizarse en función del bienestar de un barrio, una ciudad o un país.

Anticorrupción y voluntad política

Es hora de aprender de las zonas campesinas que han logrado sobrevivir a la imposibilidad de cobertura policial estatal y donde el bienestar y el ojo colectivo logran traer una relativa seguridad a sus entornos. En ese marco tenemos mucho que aprender de las zonas rurales indígenas que ejercen la vigilancia, la captura y, en algunos casos, el castigo a quienes causan daño en la comunidad.

Ya que las fórmulas tradicionales de control y seguridad no han funcionado, quizá nuestras raíces culturales andinas puedan darnos luces para organizar instancias de defensas barriales y comunitarias. (O)