Por años, los ecuatorianos hemos hablado de “inseguridad” como si se tratara de un fenómeno pasajero, otro de los desafíos sociales. Sin embargo, los hechos han obligado al país a reconocer una cruel realidad: estamos ante un conflicto armado interno. Así lo declaró el presidente Daniel Noboa el 9 de enero de 2024, marcando un hito histórico al admitir que la violencia actual no es simplemente delictiva, sino estructural y organizada, con características propias de una guerra no convencional.

El conflicto armado es, en términos generales, un enfrentamiento violento entre grupos con intereses antagónicos, donde se utilizan armas y tácticas que generan consecuencias devastadoras: muertos, desplazados, miedo colectivo y un tejido social erosionado. El término es más amplio que la tradicional “guerra”, pues no requiere de una declaración formal ni del enfrentamiento entre ejércitos regulares; basta con la existencia de grupos armados organizados que desafíen al Estado de forma sistemática.

Lo que vivimos hoy en Ecuador encaja plenamente en esta categoría. La violencia que ejercen los grupos de delincuencia organizada, GDO, no es esporádica ni improvisada. Son estructuras que operan con jerarquías, logística, financiamiento transnacional y objetivos claros: controlar territorios, someter comunidades, lucrar a través del narcotráfico, la extorsión y el sicariato. Ahora en la minería ilegal. Las bombas, los asesinatos por encargo, las amenazas a periodistas, las masacres carcelarias y las “vacunas” impuestas a comerciantes no son delitos comunes: son actos de guerra.

La académica Párraga Macías, V. M. (2024), en su artículo “El conflicto armado en Ecuador desde la esfera constitucional”, publicado por la Revista San Gregorio en 2024, reconoce que la intervención militar ante este escenario no es solo válida, sino necesaria. El derecho internacional humanitario establece criterios precisos para identificar un conflicto armado interno y Ecuador los cumple. Es aberrante y absurdo negar esta condición, lo cual no solo implica desconocer la realidad, sino –en el peor de los casos– favorecer indirectamente a los grupos irregulares que buscan mantenerse en las sombras de la ambigüedad legal.

Aceptar que estamos en guerra no significa renunciar al Estado de derecho, sino adecuarlo a una situación extraordinaria. Las normas que rigen en tiempos de paz no pueden aplicarse mecánicamente cuando se enfrenta una amenaza de esta magnitud. Por eso, urge un marco jurídico excepcional, pero legítimo, que permita actuar con eficacia sin vulnerar derechos fundamentales. En esta tarea, el equilibrio entre firmeza y legalidad es el mayor desafío del Estado. Hay que ser creativos y buscar normas alternativas para tiempos de guerra, adecuadas a la Constitución, pero siempre en defensa del bien mayor y bienestar común.

Finalmente, esta es una lucha que no se libra solo con fusiles ni con leyes. Requiere cohesión social, claridad moral y un pacto cívico entre ciudadanos e instituciones.

No podemos seguir fragmentados ante una amenaza común. En esta guerra, como en todas, la indiferencia también es una forma de complicidad. (O)