Hace tres cuartos de siglo, un 11 de junio, un tribunal emitió una sentencia que declaraba a Richard Strauss libre de nazismo. Ese día el músico cumplía 83 años. El Gobierno de Israel y personajes de la élite cultural alemana, como los escritores Thomas Mann y Hermann

Hesse, repudiaron el veredicto, que no puso fin a una confusa confrontación entre responsabilidad política y responsabilidad artística, incluso entre ética y estética. Su caso merece compararse con el del director Herbert von Karajan o el del filósofo Martin Heidegger, efectivamente afiliados al partido nazi. El primero mintió descaradamente para afirmar que fue un pecadillo de juventud, y el segundo apenas demostró arrepentimiento. Strauss no fue miembro del movimiento hitleriano; sus actitudes contradictorias muestran a un desesperado enamorado de la música; el demonio que lo arrastra es la honestidad de la búsqueda.

Nacido en una familia de músicos, accedió a una formación humanística que excedía de largo a la de otros grandes compositores. A sus 24 años su poema sinfónico Don Juan lo convirtió en una celebridad. Siempre se preocupó por que se respetase a los músicos, especialmente en el campo proclive a abusos de los derechos de autor. Cuando triunfaron los nazis, en 1933, aceptó sin reticencias ser presidente de la Cámara de Música del Reich. Existen amistosas fotos con Goebbels y Hitler, que lo admiraban con explícito entusiasmo. Pero El caballero de la rosa y otras de sus óperas famosas se basan en guiones del escritor judío Hugo von Hofmannsthal, que al morir fue remplazado por el también judío Stefan Zweig, a quien le escribió una carta en la que decía que su presidencia de la Cámara era solo una pantomima. El mensaje fue interceptado por la Gestapo. Escribió al Führer disculpándose, pero se le retiró del cargo. El único hijo del compositor se casó con una mujer judía, cuya familia fue internada en un campo de concentración. Desesperado y ya anciano, Strauss acudió al infame lugar; en la puerta gritó que era el compositor de Así habló Zaratustra y exigió su liberación. Los guardias lo maltrataron para que se retirara.

Marcado por la contradicción, cuando los aliados ocuparon Alemania, un piquete de soldados americanos llegó a su casa. Salió a recibirlos identificándose como el autor de Salomé y de El caballero de la rosa. El oficial que dirigía el operativo le dijo que tocaba oboe y marcó la casa como protegida. Para el soldado el compositor escribió su delicado Concierto para oboe y pequeña orquesta. Richard Strauss sobrevivió solo dos años a su rehabilitación judicial. Evidentemente, no era nacionalsocialista; se pueden añadir anécdotas y detalles que demuestran que no creía en la nefasta doctrina, pero se acomodó muy bien a las circunstancias. Los nazis lo despreciaron como un burgués vividor. ¿Fue un cobarde que calló ante la mayor atrocidad del siglo XX? ¿O lo político, incluso si llega a lo criminal, no le interesaba y consideraba que la búsqueda de la belleza justificaba su abdicación? No es necesario perdonarlo; los pecados mortales ennegrecen la vida. Si lo merece, la obra brillará sola en el firmamento de la genialidad. (O)