Conversábamos en familia cuando Bianca preguntó: “¿Cuántos años tienes, abuela?”. “¿Cuántos crees?”, respondí. “Tienes 1.000″, sentenció. ¡Plop! Me imaginé como Matusalén, quien, según la Biblia, murió a los 969; otros dicen que fue a los 30. Pero, sin duda, los acontecimientos marcan nuestros días, años y décadas.
De adolescente, a veces escapaba de casa con mi hermana Glenda para correr aventuras. “Vivir para contarla”, escribía Gabo. En una ocasión, para visitar a la vecina, bajamos del cuarto a la calle por una escalera enclenque, hurtada para la fuga. Pero al regreso la escalera no estaba y, en vez de tocar el timbre y aguantar la repelada parental, trepamos por un cactus espantoso, repleto de espinas, cuyas ramas se vencían con nuestro peso. Entre chillidos y risotadas despertó la señora Rosa aterrada y nos abrió la puerta.
O cuando, creyéndome Bécquer, redactaba poemas en mi mochila colegial: “Es tanto el amor dentro de mi ser/ que tengo mucho miedo de vivir así/ pensando que algún día/ se olvide usted de mí”. “El lugar del cielo quisiera yo alcanzarlo/ pues una sola vida es poca para amarlo”. O sea, estilo garabatos. Lo gracioso es que otras alumnas los recitaban a sus amores, pensando que eran de Bécquer.
Y cómo olvidar cuando conocí a Noel. Él era del primer grupo certificado en planificación estratégica y desarrollo, en el marco de una alianza entre organismos de Colombia y Holanda; yo, del tercero, así que nunca nos habíamos visto. Nos habían pedido cooperar con una ONG en Medellín y el plan era reunirnos antes en Bogotá para revisar la hoja de ruta. ¡Grande fue nuestra impresión al conocernos! Yo estaba frente a un líder indígena boliviano, sereno, quien sería después ministro de Planificación de E. Morales; y él, ante una guayaca expresiva, activista en temas educativos, discapacidad y sociedad civil. Trabajar juntos dos años fue muy significativo para ambos y fuimos cercanos hasta su temprana muerte.
Mi memoria me escolta hasta un congreso en Mendoza, Argentina, donde yo era parte de los expositores, a quienes nos alojaron en un sindicato de trabajadores. Yo no sabía cómo abrir la ducha sin mojar la habitación, pero lo aprendí. Llegó el domingo y el padre Jorge, con el que habíamos intercambiado historias de vida, decidió dar misa en pleno corredor. Al llegar la comunión se me acercó con la hostia en la mano y vi la duda en su mirada. Conmovida, le dije: “Padre, no lo haga. No podrá dormir cuestionando su fe”. Él sonrió.
¡Cuánto descubrimos sobre nosotros recorriendo con otros curiosos laberintos! Porque, como diría Kundera, el primer ensayo para vivir es ya la vida misma, como un boceto o un borrador sin cuadro.
Recientemente Dani y Alejo me agradecieron por aprender a respetar lo diverso, ser compasivos con otros y resilientes en la adversidad. Qué gran regalo de mis hijos… ¡Mi sueño diminuto revelado en sinfonía; mis abedules recios en tempestuosas travesías! Y el tiempo se estiró en reversa, la poderosa voz de la Sosa pobló mis arrugas y susurré: “Hablar mirándose a los ojos /sacar lo que se pueda afuera /para que adentro nazcan cosas nuevas, nuevas, nuevas”. (O)