Esa mañana que Gustavo, 67 años de edad, salió apurado en su automóvil rumbo a su oficina, jamás anticipó lo que sería el peor día de su vida. Con poco tráfico intentó un giro prohibido en una avenida quiteña, cuando fue detenido por un vigilante de tránsito. El agente le recitó las sanciones previstas para él y su vehículo, añadiendo un comentario que Gustavo interpretó como una sugerencia de ‘arreglo’. Buscó en su cartera y solo encontró un billete de 10 dólares que deslizó junto con los documentos exigidos por el vigilante. Al ver el billete, el agente pareció indignarse e inmediatamente llamó a la policía que detuvo a Gustavo. Resultado final: juicio sumarísimo y condena por ‘cohecho’, multa, prohibición de salida del país, presentación regular ante el juez e infección por COVID-19 por la detención momentánea en una celda reducida con criminales comunes que no llevaban mascarilla.

¿Un lamentable malentendido por parte de Gustavo? ¿O un ‘bien entendido’ insuficiente para un vigilante corrupto?

En nuestro medio, el soborno a los policías y vigilantes de tránsito se estableció hace generaciones como un elemento de cierto ‘folclore nacional’. Es una expresión de la disposición a la corrupción arraigada en la supuesta ‘cultura’ ecuatoriana, entendida en este caso como un código de señales y acuerdos implícitos que forman parte de nuestro lazo social. Desde la viveza criolla hasta la tácita aceptación del soborno que se ‘debe’ pagar a burócratas y funcionarios para que cumplan con sus obligaciones en los plazos establecidos, hemos perdido la capacidad de asombrarnos ante la corrupción cotidiana. Solo nos escandalizamos transitoriamente cuando sabemos de algún ministro o expresidente involucrados en perjuicios de millones de dólares al Estado ecuatoriano. Solo transitoriamente, antes de volver a nuestra inercia habitual. Porque en el Ecuador machista, pasivo-agresivo y centenariamente corrompido, los ciudadanos ordinarios y sus políticos consideran más grave una “acusación” de homosexualidad que una de corrupción.

Rechazo de manera enérgica las frecuentes agresiones de los ciudadanos a los agentes de tránsito, que informa la prensa. No puedo imaginar ninguna justificación para ello, ni siquiera los ocasionales actos de corrupción de los vigilantes. Porque ella existe de manera contingente en ese cuerpo y se articula con la de los automovilistas. En parte, la corrupción de los vigilantes es el efecto de la cascada de inequidad y explotación laboral que domina nuestra sociedad. Pero esta explicación simplificadoramente psociológica no pretende justificar la persistencia del fenómeno. Al final, todo ello converge en la institución que irónicamente acoge toda la corrupción de nuestra sociedad desde hace no sé cuántas generaciones: el poder judicial. Ello explica que los ‘giles’ como Gustavo terminen fallidamente extorsionados, severamente criminalizados como delincuentes ordinarios, e impunemente infectados por un virus peligroso, mientras los verdaderos y millonarios cohechadores pasean libres en su autoexilio, e incluso se aprestan a volver para terminar de llevarse lo que antes no pudieron. (O)

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