Jamás se termina de aprender, eso lo sabemos muy bien quienes siempre elegimos la ascendente montaña del conocimiento. En el siglo XIX era habitual el autodidactismo –hombres clave del Ecuador como Juan León Mera (ahora que se habla tanto del Himno Nacional) jamás fueron a la universidad y de manera natural mostraron una activa circulación por diferentes ámbitos del saber–. El siglo XX situó las aspiraciones de alto nivel en las universidades sellando el aprendizaje con la impronta de la sistematización, la ductilidad entre teoría y práctica y la siembra del hábito de estudio.
Allí estábamos, sintiéndonos dueños de un recorte de la sabiduría cuando llegó la ola de los posgrados. Había que marchar al exterior, apuntar a instituciones de renombre. El que no podía continuaba con su esfuerzo de renovar lecturas, de encargar a los amigos los libros más actualizados. Eran tiempos sin internet, en los que los más visionarios esperaban las revistas especializadas que exigían suscripción. A mí me sorprendió la exigencia de un título de cuarto nivel bien avanzada mi andadura de maestra universitaria. Y cumplí con la exigencia. Recuerdo como una de las mejores etapas de mi vida, la dedicada al estudio sistemático, regresando al puesto de alumna que requería de humildad (cualidad que pongo en primer lugar porque el que sabe un poquito a menudo siente que sabe mucho), paciencia (me atreví a pensar que sola podía estudiar más rápido), dedicación alternada con las tareas del trabajo propio (en la madurez los estudios se emprenden cuando se tienen obligaciones laborales), el aprendizaje de verdaderas novedades (fue la oportunidad para lidiar con el Power Point para hacer exposiciones frente a los compañeros). Coincidí con un grupo de personas que fuera del aula había tratado en muy diferentes funciones: alumnos, administrativos, colegas distantes. Sentados frente al maestro que comprimía sus horas de clase en un fin de semana, éramos todos iguales: estudiantes carentes de unos conocimientos y unas destrezas que parecían indispensables.
Hoy no hay graduado que quiera quedarse sin ascender al cuarto nivel. Se confía en que la visión y los métodos universitarios siguen siendo las herramientas para un desempeño profesional de solvencia. Se estampa el dato en las hojas de vida que son las tarjetas de presentación en el mundo laboral: “tener maestría” es un punto de calificación que remarca aspiraciones, que alimenta proyectos. Parecería que ese tiempo de entrega estudiantil concentrada –algunos maestrantes (pedimos en préstamo la palabra a la caballería) tienen que renunciar a sus trabajos para poder emprender el desafío– faculta para desempeños más serios, más creativos y disciplinados. ¿Estarán las empresas e instituciones correspondiendo el esfuerzo de los graduados recientes con las debidas valoraciones? ¿O acaso también el emprendimiento de un grado mayor de estudios, sea de magíster o el supremo philosophie doctor, cae en el vórtice que absorbe y diluye a los jóvenes y no tan jóvenes en el desempleo o mal empleo? Los tiempos son difíciles en muchos aspectos y uno, muy duro, es el de la desilusión, el del vacío social en que pueden caer los perseguidores de sueños. Lo deseable es unir los hilos de una red de oportunidades que tome lo mejor de cada mente nueva. (O)