Ya no hay santos y nunca hubo humanidad perfecta. Pero eso de emborracharse en pleno estado de excepción, propasarse —supuestamente— con la anfitriona y caerle a trompones al dueño de casa y acólito del “chupe” es de muy mal gusto según la etiqueta de la clase media ecuatoriana, y configura una sucesión de actos punibles en nuestros códigos penales.

En otras circunstancias, el escandalillo no superaría el nivel de la comisaría de turno y el chismorreo del condominio. Pero el campeón de este triatlón de la ordinariez y el descontrol es nada menos que el defensor del Pueblo de la República del Ecuador, quien fue detenido para las investigaciones de rigor. Corresponde a las autoridades juzgarlo y eventualmente castigarlo; pero en lo que realmente importa, su imagen patética no merece mayor análisis. Más bien, el incidente abre interrogaciones acerca de nuestra capacidad de institucionalización y respeto a la ley.

“O sea que aquí cualquiera puede ser defensor del Pueblo, asambleísta, comisario o cualquier cosa”, es la queja frecuente cuando afloran estos desaguisados, lo que ocurre de modo intermitente en este país. Esa expresión evade la pregunta por la responsabilidad que tenemos los ecuatorianos comunes en la elección o designación de estos funcionarios y en el sostenimiento indefinido en sus cargos. En general, no nos interesa mucho la vida política como no sea por la vía del escándalo que se “memetiza” al instante, y que se vuelve comidilla en las redes sociales y en el breve “debate” pasional que allí se monta. Mucho menos leemos los artículos de opinión, que rápidamente descartamos por aburridos, oscuros o sesgados. En general, no leemos gran cosa acerca de nada: se dice que en promedio los ecuatorianos adultos leen menos de un libro por año, es decir, la quinta parte o menos que algunos vecinos del continente. Sufrimos diversos grados de analfabetismo funcional que nos impiden desarrollar una cultura reflexiva y crítica, y por ello aceptamos lo que sea en el ámbito público y político.

No está en juego la discusión sobre la existencia de la Defensoría del Pueblo, el organismo autónomo que vela por los derechos humanos de los ciudadanos y las comunidades en el Ecuador. Lo que está en cuestionamiento es la eficacia de la entidad en el cumplimiento de sus funciones. Vale la pena aclararlo, en medio de esta febrícula propia de un cambio de Gobierno que conduce a muchos a solicitar (u ofrecer) la desaparición de algunas entidades supuestamente inútiles o inventadas por Gobiernos anteriores. El problema no radica en este organismo, ni en el Senescyt, ni en otros, en lo que concierne al legítimo propósito que motivó su creación. El pecado original contra la creación de instituciones efectivas y permanentes radica en la arraigada dependencia que los ecuatorianos tenemos del Estado, como el gran proveedor de contratos y sinecuras para amigos y parientes del Gobierno de turno y para los mecenas de la campaña electoral. En esa relación perversa renovada cada cuatro o diez años, con nuevos actores y libretos en sucesivas temporadas, yace el germen de la idiosincrática corrupción ecuatoriana. (O)