La democracia, ese complejo sistema que, bajo la tesis de la soberanía popular, justifica la obediencia de las masas y el mando de mínimas dirigencias, se ha reducido a su más pobre dimensión: el electoralismo, esto es, la recurrencia a las urnas, la saturación de campañas y la promoción de personajes que, según la dirección de la propaganda, encarnan la bondad angelical o la satánica maldad. A todo esto se suma la inducción plebiscitaria, que, hábilmente manejada, crea la impresión de que es el pueblo quien decide los más complejos temas jurídicos y los más acuciantes asuntos de interés común.

Los demás aspectos que hicieron de la democracia liberal un sistema aceptable para soportar la obediencia y justificar el hecho siempre polémico del mando, han quedado enterrados bajo las toneladas de propaganda y demagogia, de manipulación y mentiras, que simplifican el sistema y reducen el debate a una especie de catecismo, a un dogma elemental. Los plebiscitos han dejado de ser métodos en los que la razón y la reflexión orientan las decisiones de los votantes, para convertirse en sistemas de promoción de ideas excluyentes orientadas desde el poder. Las discrepancias se miran, entonces, como traición a la patria, como negación de la opción escogida desde arriba. Así, la tolerancia, que estuvo ligada a la vieja democracia, ya no es bienvenida. El mérito de los “demócratas” está ahora en el grado de fundamentalismo del que hacen gala, en la capacidad de exclusión del “enemigo”, en la fuerza que ponen en afirmar el discurso que les coloca más allá de toda posibilidad de discusión.

El electoralismo reduce la participación ciudadana al ritual del voto. Los electores, que durante meses han sido pasivos receptores de promesas y agobiadas víctimas de la propaganda, o curiosos concurrentes a mítines que semejan eventos deportivos, llegan a rayar la papeleta. Allí concluye su pasajero protagonismo, más emotivo que racional. Después, la maquinaria del Estado, arrogante, impávida, seguirá su marcha, hasta la próxima convocatoria al pueblo. Y los elegidos seguirán la ruta de sus carreras electorales.

Los plebiscitos han dejado de ser métodos en los que la razón y la reflexión orientan las decisiones de los votantes

El electoralismo pervierte el mandato político –el encargo–, que es la sustancia de la legitimidad de los legisladores. ¿Cuándo en las campañas se menciona siquiera la tarea de legislar? ¿Cuánto se debaten de verdad los proyectos de ley y las ideas en torno a ellos? ¿Quién se atreve a mencionar la autonomía de los asambleístas, que teóricamente se deben a sus electores y no al poder? ¿Quién le pone el cascabel al gato y pide cuentas de los resultados de las leyes que se expiden y de las que no se expiden, por pereza o compromiso? ¿No son todas esas renuncias evidencia de la caducidad de la democracia y del florecimiento de un sistema que agota la “soberanía” en las formas?

Vivir la democracia solo como la culminación de un evento, en que el pueblo se ha convertido en público espectador y transitorio actor de una suerte de parodia, es el peor servicio que se le puede hacer al sistema. Vivir la democracia exige discutirla y debatir sus deformaciones. (O)