La escena podría pasar desapercibida. Se cuenta al paso, como sin querer. No lo dejo escapar porque es un ejemplo perfecto de cómo se transforma la experiencia en materia de una novela, o, mejor dicho, cómo la tendencia repetitiva de hablar demasiado de uno mismo, es decir, hacerlo desvergonzadamente, en un derroche de confesionalismo, sin ningún talento inventivo ni estilístico, no sirve para nada en la literatura, menos aún en las novelas.

Estamos al inicio de una de las obras largas de Dostoievski, El idiota. Esto quiere decir que damos vueltas, como siempre hace el novelista ruso, entre problemas de noviazgos, familias disfuncionales, dinero malhabido, personajes díscolos o ebrios que terminan entre gente amable, noble y virtuosa. Un verdadero caos, montañas de chismes y vocerío, del que poco a poco el talento del novelista pule perfiles que terminan por sobresalir hasta llevar al lector a cúspides narrativas. Myshkin, el protagonista de El idiota, acaba de llegar a San Petersburgo y visita a un remoto familiar, Lizaveta Prokófievna, madre de tres hijas hermosas. Reunidos Myshkin con ella y sus hijas, quieren conocerlo y él conversa con su ingenuidad característica que lleva a todo el mundo a considerarlo un “idiota”, por decir lo que piensa sin cálculos ni hipocresía. De pronto, Myshkin reflexiona y cuenta la anécdota de su encuentro con un hombre que le refiere que estuvo frente a un pelotón de fusilamiento y que, faltando cinco minutos como suponía para su muerte, pensó que en esos cinco minutos “viviría tantas vidas que no tenía por qué pensar en el último momento” y que, en caso de salvarse y volver a la vida, “llevaría la cuenta exacta de cada minuto y no malgastaría ni uno solo”. Allí termina su relato. Una de las hijas de Lizaveta, Aglaya, le pregunta a Myshkin por qué ha contado eso. Él responde: “Pues no sé… Me acordé de ello…”.

Esto que Myshkin cuenta al paso, sobre un hombre que se lo había contado a él, no es más ni menos que el drama que vivió el mismo Dostoievski durante varios años. Cualquier biografía mínima da cuenta que a Dostoyevski el zar ruso le perdonó ser fusilado y que fue a cumplir prisión en Siberia. Se dice rápido. El episodio fue mucho más turbio. En Occidente, gracias a Joseph Frank, se dispone de la enorme y esmerada biografía de Dostoyevski publicada en lengua española en varios tomos por el Fondo de Cultura Económica. Allí es posible conocer el drama de la detención, el 23 de abril de 1849, de los miembros del círculo Petrashevski, del que formaba parte Dostoyevski, su posterior encierro durante varios meses en la fortaleza de Pedro y Pablo, acusados de confabular contra el zar, y por el que recibieron una sentencia de muerte sus quince integrantes: serían fusilados en un frío 22 de diciembre de ese 1849, en la plaza Semenovski. La sentencia, en realidad, era una perversidad, una ejecución fingida, como explica Frank. El zar acostumbraba llevar al extremo sus sanciones para luego, a último momento, conmutar la pena. Un tinglado tortuoso que desquició a mucha gente. Dostoyesvki cumplió prisión varios años en Siberia, luego un obligado servicio militar y, al final de diez años atormentados, volvió a integrarse a su vida en San Petersburgo. Escribió una novela sobre esa experiencia carcelaria, titulada La casa de los muertos. Pero lo que me llama la atención es la alusión en El idiota. Han pasado casi veinte años del falso fusilamiento y la imagen vuelve nítida, atribuida a otro y dicha al paso. Son solo dos páginas en una novela de novecientas. Es como un destilado, una especie de estalactita que se forma en cavernas oscuras por una lentísima filtración de agua.

Nabokov dijo en algún sitio que llevaba a sus espaldas un costal de anécdotas personales que compartía de cuando en cuando a sus personajes. Pero esta no es cualquier anécdota. ¿Qué hace allí en medio de la conversación de Myshkin en un salón? ¿Es un guiño para sus contemporáneos, retomando una anécdota conocida que se ha pulido, libre de pasiones y emociones y que se coloca como un diamante oscuro a engastar en una historia que parece ajena a su propia biografía? Creo que es una lección de gran arte narrativo sabotear la suposición de ingenuo realismo que tienen algunos lectores que creen que lo ocurrido en una novela es una simple trasposición de la vida del autor. El tópico habitual de los individuos que afirman que si contaran su vida se podría escribir una novela viene a cuento porque no es ni será nunca así. El gran arte narrativo nunca es una confesión, aunque haya sido la forma confesional lo que ha marcado en los últimos dos siglos cierta tonalidad de las novelas. Lo interesante es fijarse en el engaste, lo que menos se observa cuando se exhibe un anillo o una joya. Es decir, aquello que es el soporte y que opta, casi siempre, por la invisibilidad, que incluso podríamos llamarla discreción. Por supuesto, Myshkin no es Dostoyevski y la tragedia que este vivió en carne propia está mediada como si le hubiera ocurrido a otro. Esta perspectiva es el logro de la novela, esta distancia de proporción inversa que termina por entrenar al novelista en el gran aprendizaje de la empatía, porque esa misma distancia le permite apropiarse de lo que su imaginación, inexplicablemente, vitalmente, le ofrece, mientras que sus propias experiencias se pueden proyectar como si fueran de otros, separadas del escritor para ser vistas o salvadas en una forma de liberación, cuando el proceso ha sido debidamente destilado, y ya es inútil o ineficaz el daño o el dolor o la pérdida, y no busca llamar la atención sino abrirse camino lejos de uno mismo en esa lenta filtración, en esa alquimia verbal que es toda escritura, donde precisamente se necesita del cedazo de la imaginación que filtra y triunfa por encima de la inundación cotidiana de lo real. (O)