Ingenuamente, algunas personas suponían que un paso por Harvard o por cualquier otra universidad prestigiosa podía convertir a un joven rico en un estadista, cuando no en un académico. Esto último quedó descartado cuando consideró que las críticas de los Ph. D. solamente podían venir de los HDP, con lo que bajó el debate al nivel de las cloacas e hizo recordar aquellos diez años que se suponían superados. La condición de estadista se puso en duda, primero, cuando buscó enemigos en donde no los había e hizo amistad con quienes la historia, el sentido común y la salud personal y pública aconsejaban alejarse. Continuó cuando manejó con torpeza el refugio del delincuente Glas en la Embajada de México y se reforzó con la utilización del aparato estatal para facilitar los negocios de agnados y cognados en los manglares de Olón.

La ola que no debió ser

Dejar que los hechos de la embajada lleguen a donde llegaron, retrata a un muchacho temeroso de que se le rompa el acuerdo con el matón de barrio que le da protección, pero que, a la vez, le muestra amenazante el garrote. Lo de Olón –que no es solamente la poda de árboles, sino una cadena de decisiones y hechos ministeriales– refleja lo que los grupos más radicales de la izquierda siempre han sostenido acerca de la colusión entre el manejo de lo público y los intereses privados. Muy pocas veces han tenido una oportunidad tan precisa y preciosa como esta para demostrarla. Les dio el regalo más preciado en bandeja de plata para confirmar cómo se pueden beneficiar los intereses privados por medio del manejo de los asuntos públicos. Iza tiene la bandera ideal para el próximo estallido.

¿Justicia para la Justicia?

La respuesta ha ido, hasta el momento, por el lado de las típicas generalidades que se lanzan cuando no hay argumentos. Ya sucedió algo similar cuando, como asambleísta-empresario, financió a asambleístas para hacer lobby ante el invasor Putin. Lo de Olón le deja como única alternativa dar marcha atrás y cancelar el proyecto inmobiliario. No puede negar los hechos ya que las evidencias son contundentes. Ahí están los estudios previos a cargo de una empresa de propiedad de quien llegaría a ser ministro de su gabinete, están los permisos ambientales expedidos por una de sus ministras, el envío de vehículos blindados a la zona por orden de otra ministra. A un estadista no le haría falta algo más para dejar sin efecto todo lo hecho. Negar la colusión de intereses sería una manera de reírse en la cara de la ciudadanía y se convertiría en un búmeran mortífero para sus intentos reeleccionistas. Victimizarse y presentar esto como una artimaña de los enemigos de la patria, le expondría a la burla generalizada. En cualquier caso, se entrampó en un juego de perdedor absoluto, sobre el que debe haber oído algo en Harvard.

El manoseo de lo público para beneficiar al interés privado está excelentemente tratado en ese clásico del cine que es Chinatown. En la última escena, el detective Gittes (Jack Nicholson) le increpa al millonario Cross (John Huston) sobre su afán de atesorar más dinero por medio del manejo corrupto de lo público. Le pregunta si lo que obtendrá por el acaparamiento ilegal de terrenos le va a permitir comer más de lo que come y el potentado responde “Eso es algo que tú no entiendes”. Así es, muchos, la mayoría, millones, somos como Gittes, no entendemos ese afán. Pero, también como a él, todo eso nos repugna y nos lleva a preguntarnos si alguna vez será posible que quien accede a cargos públicos pueda estancar, por lo menos temporalmente, sus ansias de mayor enriquecimiento personal y familiar. (O)