Por Juan Agulló

@Latinoamerica21

En los análisis sobre la Guerra de Ucrania tienden a confundirse niveles. Solemos enfrentarnos a reacciones emocionales, difundidas por los medios y amplificadas por las redes; a propaganda disfrazada de noticias y a opiniones rigurosas, esas sí, menos difundidas. En paralelo nos vemos sometidos a actualizaciones constantes sobre la zona del conflicto combinadas con visiones más globales aunque, también, más desenfocadas. Sabemos que hay censura. Pero a toda esa amalgama, le llamamos información y sobre esa base construimos nuestro criterio y tomamos decisiones.

Convendría, sin embargo, afinar porque Rusia y Ucrania no son Yemen, Irak o Afganistán. Tampoco el Cáucaso o la ex Yugoslavia. De hecho, el impacto estructural de una confrontación híbrida que desborda el Este de Europa y trasciende con creces lo militar, será global y eso tendrá consecuencias más significativas, pero también más lejanas y más duraderas de lo que suele pensarse y publicarse.

América Latina ha estado tradicionalmente expuesta a los vaivenes del sistema-mundo ya que su relación con la economía global es dependiente, siendo su papel principal el de exportadora de commodities. Además, las fragilidades de nuestros sistemas financieros exponen nuestras monedas a altibajos que, como las actuales espirales inflacionistas, segmentan nuestras economías y condicionan la vida de los más vulnerables.

La coyuntura, por otra parte, tampoco ayuda. Antes de que en Ucrania se desencadenara el infierno, la situación en esta parte del mundo ya era preocupante: el impacto de la pandemia había sido demoledor. La desaceleración parecía un hecho consumado al tiempo que, la desigualdad, había vuelto a desbocarse. En 2021, la pobreza extrema había crecido casi un 14 % en toda la región. Hasta hace un par de meses, América Latina parecía condenada a padecer alteraciones comerciales (consecuencia, de cambios en la demanda internacional) con potencial para provocar turbulencias como las vividas en los últimos tiempos en Paraguay o Colombia.

La Guerra de Ucrania, sin embargo, lo está alterando todo. Antes, incluso, de que Rusia hiciera pública su respuesta a las sanciones occidentales se dispararon los precios internacionales de commodities como el petróleo, el gas, el acero, el níquel, el uranio, el metanol, los fosfatos o el trigo. A nivel global ya ha habido consecuencias: desde súbitos incrementos en la factura energética hasta subidas descontroladas en los precios o enormes pérdidas para diversas compañías. Según los expertos, si la situación no mejora, podría llegar a haber problemas de suministro para la producción de bienes tan básicos como microchips (y por ende, aparatos tecnológicos); plásticos e incluso, alimentos.

¿Y toda esta situación, qué implicaciones puede tener para América Latina?

A corto plazo y a nivel micro habrá, desde luego, incrementos generalizados de la inflación. Pero pensando en el largo plazo y a nivel macro, en menos de un mes, nuestra región, ha vuelto a cotizar geopolíticamente al alza. El rápido y elocuente acercamiento de Estados Unidos a Venezuela constituye un ejemplo. Pero el petróleo de Maduro (que no es el único: en México también hay grandes reservas) es solo uno de nuestros grandes activos estratégicos ante la escasez de materias primas que se avecina para Occidente. Trinidad y Tobago y Guayana tienen yacimientos de gas; Colombia y Guatemala, de níquel; Bolivia, de litio; Chile, de cobre; Brasil, además de producir biocombustibles es, como Perú y todo el arco andino, una potencia minera. Venezuela tiene fosfatos y para concluir, Argentina produce trigo…

Todos esos atributos en forma de materia prima nos están permitiendo recuperar de golpe, sobre todo a ojos de Estados Unidos y de sus aliados, un interés estratégico que durante los últimos veinte años ha tenido Asia. Dicha región, al calor de crecimientos económicos apoyados, no solo en la solidez de la economía china, sino en una consistente red de organismos multilaterales propios (como la Organización de Cooperación de Shanghai, que concentra un tercio del PIB mundial; el ACFTA; el AIIB o la iniciativa china de la Franja y de la Ruta) se había venido convirtiendo en una locomotora de la economía global y en un imán para las inversiones extranjeras.

Pero, gran paradoja, la presión geopolítica a la que ahora se está viendo sometida Rusia como consecuencia de la Guerra de Ucrania puede contribuir a afianzar a un bloque económico que tiene su núcleo en una sólida (y recientemente relanzada) alianza estratégica de Moscú con Pekín.

La mejor prueba de su importancia geopolítica es que prácticamente ningún país asiático —incluyendo a India, Pakistán o Emiratos Árabes— aplicará sanciones a Moscú. Además, no se trata de instituciones despegadas de la realidad: poco a poco han ido alumbrando herramientas financieras concretas —como UnionPay, CIPS, o el Yuan digital— que permiten sortear el día a día a ciudadanos y comerciantes y, por ende, vaticinar la viabilidad de una insubordinación geopolítica a gran escala que puede beneficiar a Pekín, sentando además las bases de una progresiva ‘desdolarización’ de la economía mundial.

En América Latina, sin embargo, pese a que la mayoría de nuestros países tampoco le impondrá sanciones a Moscú, el panorama geopolítico es diferente. La clave es que aquí no hay ni instituciones multilaterales con músculo político suficiente; ni una capacidad exportadora de bienes manufacturados comparable a la de, por ejemplo, el Sudeste Asiático; ni desde luego herramientas financieras propias.

Además, nuestras economías están muy dolarizadas por lo que, debido a la lejanía geográfica, es previsible que ni siquiera pueda cumplirse el deseo de algunos de no bloquear a Rusia. Más bien todo apunta a problemas inmediatos con determinados suministros, (sobre todo con los fertilizantes, claves para la producción agrícola); a una probable estanflación y a renovadas presiones geopolíticas que es muy probable que tomen forma en la Cumbre las Américas a celebrar, en junio, en Los Angeles.

En dicho marco, ni la estabilidad política ni la equidad social están garantizadas. En paralelo, los intereses chinos en la región podrían convertirse en objeto de presión. De hecho, aunque la presencia de Pekín en América Latina no es tan determinante como en África, estratégicamente hablando hay elementos que pueden resultar preocupantes desde la óptica occidental, como la construcción china de infraestructuras críticas en el área del Caribe o las intensas relaciones agrícolas establecidas, a partir del comercio de soja, en el Cono Sur.

Pensando a futuro, también podría inquietar lo receptiva que nuestra región pudiera llegar a ser de cara al establecimiento de sistemas de compensación comercial como los que promueve Pekín. En este terreno está por verse hasta dónde podría llegar la presión occidental, aunque cabría interpretar la posible ‘asociación’ de Colombia a la OTAN como un aviso a navegantes.

Otro posible vector de presión exterior podría ser el medioambiental. En días pasados, el fragor de la Guerra de Ucrania, impidió valorar en su justa medida la gravedad de un reciente informe de Naciones Unidas que alerta, por enésima vez, del irreversible deterioro ecológico que padece la Amazonia y de los graves riesgos climáticos a los que se enfrenta nuestra región. Con la Antártida, ambientalmente frágil y geopolíticamente sensible para los países del Cono Sur, ocurre algo parecido: el tratado internacional que protege el área de incursiones irresponsables expirará en 2048 y ahora mismo diversos actores toman posiciones con la posible explotación de recursos como trasfondo.

Al final, el problema geopolítico que subyace permanece sustancialmente inalterado, incluso en el contexto estratégico que parece estar inaugurando la Guerra de Ucrania. Sigue habiendo un boom internacional de commodities que la hibridez del conflicto, en la medida en la que fragmenta políticamente el espacio global, complica pero no cambia. Desde América Latina ese debiera ser considerado el verdadero problema estratégico común: ¿acabará siendo el caso? (O)


* Juan Agulló es profesor asociado del Instituto Latino-Americano de Economía, Sociedade e Política (UNILA, Brasil). Doctor en Sociología por la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París (2003). Miembro del Consejo Ejecutivo de la Association for Borderlands Studies. Co-Coordinador del Diploma Superior en Geopolítica (CLACSO, 2022).

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