Descubrí que hay dos especies de jazmines. El jazmín de la Costa, que se llena de flores versión mini, y el de la Sierra, con hermosas flores blancas, grandes, suculentas, como las hojas que las protegen y que deslumbran con orgulloso brillo.

En mi infancia lejana, el árbol de jazmín que aún sobrevive en el jardín de la casa de mi tía era mi embeleso. Descubrí más de 70 años después que su longevidad se debe a que fue injertado en el tronco de un árbol grande y por lo tanto perdura, en el mismo sitio y con la misma galanura. Se cuajaba y continúa haciéndolo, de flores perfumadas que duran pocos días.

Me encantaba caminar la cuadra envuelta con su perfume. Pronto en nuestra casa también asomaron jazmines y violetas. Amaba hacer pequeños ramos que llevaba para poner en el uniforme de mis compañeras. Cuando el tiempo era bueno, me acostaba en la hierba a mirar las nubes y sentir ese perfume almibarado y suave a la vez.

Las esquinas de Montevideo se llenaban, en temporada, de vendedores de pequeños ramos, parecidos a los que llevan las novias, que se esfumaban vertiginosamente de los puestos ambulantes.

Hoy en mi hogar de Guayaquil tenemos dos arbustos de jazmines.

Pero el de flores grandes ha tardado más de siete años en decidirse a producir sus tesoros. Me lo regalaron vestido de blanco, y después nunca más nos regaló una flor. Lo cambiamos de lugar, experimentamos con macetas, grandes, medianas, tierras diferentes… Estuvo a punto de morirse. Insistimos, hoja por hoja lo libramos de la cochinilla, le pusimos abono. Nada, solo hojas. A veces prometía un capullo, pero se arrepentía y de nuevo el brillo intenso del verde tierno nos decía que había que esperar. De pronto, desde hace dos meses no para de florecer. Orgulloso muestra todos los días dos, tres flores nuevas. De noche embriaga. Y guarda muchos pimpollos que se forman con parsimonia, y se abren como quien se despereza.

Amo ese jazmín. Frágil y fuerte, orgulloso y débil.

Así como aprendí a distinguir los jazmines estoy aprendiendo de la mano de los jóvenes nuevos verbos. Uno de ellos wasapear… Somos la generación del wasapeo, me informan, todo nos comunicamos rápido, todo respondemos rápido. Todo es para ayer. Muchas redes sociales corresponden a la generación del wasapeo. Rápido y sin mucha profundidad, se cambia de interés al son de lo que se comenta. Una noticia anula otra y adquiere la profundidad de las hierbas que nacen en las hendijas de los muros ayudadas por la lluvia, el calor y la humedad, pero se achicharran al primer sol potente que las abrasa.

Lo mismo con las relaciones y las personas. Requieren tiempo. No se hacen amistades a la fuerza. Hay que esperar el momento oportuno, pero no se pueden descuidar, pues se marchitan y mueren…

El tiempo de pandemia obligó a un pare colectivo, a esperar a la fuerza. Ojalá produzca los frutos que el tiempo necesita.

Algo de esa aceptación del tiempo y la espera se ve en la moda, calzado más sencillo, ropa más suelta, cabello sin teñir que lucen canas.

¿Y ese lugar donde estamos solos con nosotros mismos, nuestro interior, nuestra propia soledad se ha hecho habitable, o queremos huir en el ruido, las drogas, las alegrías de las plantas que nacen hoy y mañana que el sol quema? (O)