Es la muerte del tirano. El más célebre asesinato político de la historia universal es el de Cayo Julio César, en los idus de marzo del año 44 a. C., cometido por quienes temían que César se proclamara rey y acabara con la república de Roma. Cayo Trebonio, ingrato y traidor, Marco Junio Bruto, hijo de Servilia Cepión, amante favorita de César, Casio Longino, Servilio Casca y otros más. Todos le debían favores al envidiado César, que se decía descender de la diosa Venus. Se decían a sí mismo republicanos y cometieron el magnicidio a la luz pública, en pleno foro. El episodio ha inspirado investigaciones históricas, novelas profundas y la tragedia de Shakespeare Julio César, que en la escena II del Acto Tercero pone en palabras de Marco Antonio un discurso que es modelo de oratoria política y muestra de la volubilidad de los pueblos. No lo llamo tiranicidio porque César no fue un tirano, a pesar de que el Senado lo había nombrado dictador vitalicio de Roma. (La dictadura era una magistratura republicana a la que se acudía en caso de invasión extranjera, pestes y otros gravísimos sucesos. El dictador asumía todos los poderes y tenía que devolverlos al Senado una vez resuelto el peligro).

Imposición de la fuerza

En 1159, el monje Juan de Salisbury en su libro Policraticus afirma: “El tirano, como imagen de la depravación, merece, la mayoría de las veces, la muerte. El origen de la tiranía es la iniquidad, y, como el árbol que debe ser talado, germina y crece desde su raíz envenenada y pestífera. Pues si la iniquidad y la injusticia es la que mata a la caridad, no hubiesen suscitado la tiranía, los pueblos habrían disfrutado de una paz segura y una tranquilidad perpetua” (Editora Nacional, Madrid 1984, pág. 715).

El recordado jesuita Juan de Mariana, en 1599, afirma que el tirano es la antítesis del rey. Que menosprecia las leyes, impone nuevos tributos, solo piensa en su utilidad, no permite las reuniones, derriba a los ciudadanos sobresalientes, se vale de extranjeros para permanecer en el poder y es el enemigo público al que es lícito matar.

Dictador

Demencia, no democracia

Me valgo de estos lejanos antecedentes de teólogos ilustres para recordar tiranos de nuestra América Hispana como el Tacho Somoza y al Chivo Trujillo. Tiranos enriquecidos con abusos sin cuenta sobre sus pueblos, Nicaragua y República Dominicana. Asesinados por patriotas hartos de sus abusos. El de Trujillo está muy bien narrado en la novela La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa.

Miguel Ángel Asturias, en El señor presidente, denuncia al tirano de Guatemala Estrada Cabrera como un esperpento que da risa y da miedo.

Augusto Roa Bastos escribió una novela considerada de las mejores del siglo pasado: Yo, el supremo, sobre el dictador José Gaspar Rodríguez de Francia, del Paraguay, que murió de enfermedad, no asesinado.

En nuestra historia, el asesinato de García Moreno es calificado por sus detractores como un tiranicidio. De hecho, su victimario, Faustino Rayo, lo mató a machetazos exclamando: “Muere, tirano”. Pero don Gabriel para sus partidarios y admiradores fue un santo.

Las tiranías pasan, los tiranos mueren. Venezuela, ¡dolerás hasta que caiga el tirano que te oprime! (O)