La palabra inglesa fast, tan de moda para ejecutar una serie de acciones vinculadas con el consumo, está afectando no solo al periodismo y la nueva comunicación, como comenté hace poco, sino que se ha filtrado en muchas otras facetas de la sociedad. De hecho, la definición de fast journalism planteada en columna reciente, que ubica su inspiración en el fast food, puede aplicarse también, por ejemplo, a la educación, como me han insistido muchos lectores con los que he interactuado al respecto. Coinciden en que la fast education se ha instalado por estos lares con similares características de fast food: barata, que a muchos gusta, que llena y, sobre todo, que se consume rápidamente, sin pausa alguna para analizar sus componentes.

Es doloroso pero cierto. La educación rápida, instantánea, impulsada por la virtualidad forzosa de los dos años pandémicos, parece haber empezado a echar raíces en nuestra sociedad, que casi con la misma velocidad con la que se reproduce ese tipo de colegiatura ha comenzado a sentir los efectos de no contar con profesionales plenamente calificados, capaces, potentes, con una prolífica generación de ideas que debió haber nacido en el debate académico.

En materia de educación, en la última década hemos visto casos en los cuales los niveles de exigencia inicial han decaído...

En materia de educación, en la última década hemos visto casos en los cuales los niveles de exigencia inicial han decaído a tal punto de prácticamente prohibir al maestro reprobar alumnos; educación media con la carencia de referentes nacionales, sin importar su ideología; y sobre todo vemos ahora una educación superior que, cada vez más frecuentemente, reduce sus cargas horarias y también sus exigencias, promocionando rápido acceso a un nivel profesional que a todas luces requiere de mayor tiempo de cocción. Y qué decir de las maestrías, que de ser un nivel superlativo, con la duración y el costo afines al claustro docente de ese nivel, se han reducido a un año, la tercera parte del costo y facilidades de financiamiento, lo que en muchos casos desemboca en un mar de dudas en torno a las reales capacidades de aquel magíster.

Salvo la educación técnica y tecnológica, cuya naturaleza práctica permite que sean fast, las demás propuestas académicas no deben rendirse ante la dictadura de las redes sociales y defender hasta el final los fundamentos teóricos que requieren, aunque los alumnos crean equivocadamente que no los necesitan, hasta cuando su avance profesional quede truncado por no haber optado por aprender a pensar.

No, no es culpa de la internet. No nos equivoquemos: la internet es la herramienta más eficiente que un educador o un comunicador ha tenido en sus manos hasta ahora, pero, parafraseando al valioso periodista español Álex Grijelmo, es como un cuchillo: sirve tanto para cortar el pan como para matar.

Y como buenos hijos de la fast food, quienes ceden a otros fast requerirán en qué llevar. Surge ahí otro concepto, el de la cultura del envase, despreciada con sapiencia por el periodista y escritor uruguayo Eduardo Galeano: Vivimos en un mundo donde el funeral importa más que el muerto, la boda más que el amor y el físico más que el intelecto. Vivimos en la cultura del envase, que desprecia el contenido. (O)