En el año 1986, con petróleo de 6 dólares por barril, y el financiamiento externo paralizado, el Ecuador enfrentaba una crisis impresionante causadas por el shock externo.

Quien escribe ejercía la función de ministro de Finanzas, y era gerente general del BCE el Dr. Carlos Julio Emanuel. Vimos con claridad que el país necesitaba como una de las soluciones adoptar un tipo de cambio flotante, determinado por el mercado, y la libertad de negociar para importar o exportar las divisas en el mercado libre. La junta monetaria tomó nuestra recomendación y por primera vez desde la creación del BCE se implantaba un modelo de libertad cambiaria.

La oposición al Gobierno era rabiosa, y el ministro de Finanzas fue llevado al Congreso nacional, a un juicio político, por haber tomado las medidas de desincautar las divisas que eran manejo del BCE y por dejar que el tipo de cambio reflejara la realidad. Era un cuerpo colegiado el que las tomó, pero la lógica política era castigar al Gobierno.

Estuve en el Congreso por 5 semanas, en lo que fue y es hasta el día de hoy el más largo juicio político de la historia parlamentaria ecuatoriana.

Di amplias explicaciones técnicas, hice leer material totalmente científico. De nada sirvió. La consigna era atacar al Gobierno, de cualquier forma, de cualquier manera. En el ambiente de fanatismo y odio visceral que prevalecía en el Congreso, un diputado dijo que “prefería que se sequen los pozos de petróleo antes que dejar el control del tipo de cambio a los exportadores”. Ante esa tan radical ponencia, hice leer un documento, en el cual había una defensa brillante del porqué el Ecuador debía tener tipo de cambio libre, sin que el Banco Central sea quien compre y venda las divisas del comercio exterior. Le pregunté a aquel diputado, qué le parecía esa argumentación y me dijo que era una soberana ridiculez. Le contesté entonces, pues es su padre, quien en una sesión de junta monetaria (era de algunos años atrás) había hecho esa brillante y profética apología del tipo de cambio flotante, y de un mercado transparente de divisas. Ese diputado, de la Izquierda Democrática, no pudo volver a argumentar nada en el juicio. El odio lo hacía maldecir lo que su propio padre había sostenido y explicado.

El Congreso censuró al ministro, pero en ese momento, entendí el nivel deplorable de conocimientos que tenían los miembros del Congreso (hoy Asamblea). Sentí dolor de país, y eso me motivó a entrar en la actividad política, para tratar de hacer las cosas en forma diferente. He contado esto, porque esa experiencia me permite entender lo que debe sentir hoy una funcionaria altamente calificada, técnica, responsable, con una gran gestión en la Superintendencia de Bancos: Ruth Arregui. Ella recibió la necesidad que tienen los políticos y los asambleístas de descargar odio con el Gobierno de turno. Esta práctica tiene casi 100 años, y no hay evidencia de que haya servido para hacer avanzar al país. Es cierto que hay juicios políticos que debían hacerse, pero muchísimos son shows, o sencillamente zancadillas al Gobierno de turno. El mejor ejemplo es del de los juicios a los ministros de Energía de los Gobiernos de turno, siempre por la subida de los combustibles. Pero no son los únicos. Muchísimos juicios políticos más han sido un desperdicio de tiempo, energía, y de jornadas de trabajo que debieron haberse dedicado a tareas de más productividad y beneficio para el Ecuador.

Ruth Arregui centró su gestión en la recuperación de la institucionalidad de la Superintendencia de Bancos, logró importantísimos acuerdos e intercambios con entes regulatorios de otros países, y puso a la Superintendencia de Bancos en la línea moderna de supervisión por riesgos.

La censura de la cual fue objeto es una ignominia y, ciertamente, cuando se ven la calidad de sus argumentos y la pobreza de sus interpelantes, se siente un gran dolor por este país, pues en vez de avanzar, retrocedemos rápidamente hacia el salvajismo político que no ha dado fruto alguno, y que nos ha puesto en el camino de la desesperanza por tantas décadas. (O)