Qué haríamos antes de fallecer si nos dijeran: Le queda un día de vida, le quedan 2 horas de vida, le quedan minutos, se acabó su tiempo…'. La muerte, esa compañera que muchas veces imaginamos lejana, de la que antes casi no hablábamos y que colectivamente se convirtió en la gran presente durante lo peor de la pandemia del COVID-19, esa muerte que tememos en un asalto, un robo, al salir de la casa, esa muerte se ha convertido en una compañera incómoda, indeseable, a la que muchas veces tenemos miedo, pero que nos rodea, nos aguarda.

No se puede hablar de ella como si fuera externa, porque es una realidad que tenemos que asumir para poder vivir. Todos pasaremos por ella.

Las veces que la tuve muy cercana, dentro de mí, no sentí miedo alguno, una paz inmensa llenaba mi ser como si el eco de todo se expandiera en el horizonte cercano y lejano. El ahora, el presente, ocupaba todo el espacio interno sin poder escaparme en ninguna dirección, ni hacia atrás, ni hacia adelante, ni hacia afuera ni hacia adentro, sola suspendida en el aquí, ahora, hoy, sin pensamiento, sin sonido, en la plenitud de ser que se diluye, pero permanece.

Regresé de ese arrobamiento con un rechazo visceral a la violencia. No soporto las escenas ni las noticias ni los videos ni la música violentos. Totalmente indefensa frente a la injusticia, a los sufrimientos ajenos, una empatía más de corazón a corazón, sin muchas ganas de hablar, pero con mayor facilidad de decir lo que pienso y quiero, me quiebro fácilmente frente a lo que me conmueve, cuando siento el amor, la solidaridad y la belleza humanas, la vibración de la naturaleza, o disfruto observando plantas y animales. Tengo una mayor libertad para usar palabras fuertes cuando me parece necesario, pero no me enojo realmente, me duele, por ahora no me hunde. No me hace falta salir ni viajar, siento que viajo todo el tiempo en esta casa nuestra que pasea alrededor del sol. Estoy mucho más expuesta a los vaivenes de la existencia, quedé interiormente desnuda, sin abrigo, ni resguardo ante la realidad. Pero curiosamente, una testaruda esperanza me lleva a buscar, a encontrar, a descubrir las luces que se ocultan en las noches más oscuras. En los acontecimientos más duros y desconcertantes. A veces me pregunto por qué me sucede eso, por qué se esboza una imperceptible sonrisa interna, en medio de la bruma y la niebla. Y también sé que el día que eso no ocurra, mi partida de este mundo estará muy cercana.

Cada uno de nosotros tiene experiencias distintas, porque el encuentro con ella es personal e intransferible. El hecho de saber que va a ocurrir hace nuestra existencia única y novedosa, creativa, llena de incógnitas y desafíos, de serenidad y de tormentas, de éxtasis y de dolores intensos.

El amor y la muerte son realidades cercanas, ambas llevan escondido el misterio de la eternidad, ese salir de uno mismo que nos hace más nosotros mismos. Ambas realidades condensan toda la creación y sus misterios, las galaxias, los quarts, los colores, los ruidos y los silencios, la lava de los volcanes, la fuerza del tsunami, la serenidad del atardecer. Lo inmensamente grande y lo maravillosamente pequeño, ambas dan sentido a la otra, ambas nos proyectan a lo desconocido anclados en lo que conocemos. (O)