Llegamos a vivir en Quito a finales de julio de 1966. Papá y mamá habían alquilado una casa cerca del final del pavimento en la avenida 6 de Diciembre, que seguía hacia el norte, pero convertida en lo que pensábamos que era “un miserable caminito de piedra”. Hoy lo añoramos por su sencillez, su silencio, sus eucaliptos, sigses y chilcas, por su belleza olorosa y natural.

Quito todavía era una ciudad linda (fue una linda ciudad, ¡no me vean con esa cara!). La gente era amable porque sus 450.000 habitantes querían a la ciudad y se respetaban. Los niños colonizábamos con juegos las calles con poco tráfico. Yo aprendí a patinar en la República de El Salvador, a montar bicicleta en la Humboldt y a “mataperrear” en el, todavía conquistable y pantanoso, parque de La Carolina.

De nuevo la justicia

La actual avenida Eloy Alfaro, antes “De las Palmas”, ya era avenida, pero no llegaba sino hasta la Portugal, que aún no se trepaba al monte. Y servía de circuito cerrado para las habituales carreras de autos. (No, no se las llamaba pomposamente “competencias automovilísticas”; los periodistas deportivos aún no se habían hecho amigos del “lugar común”). Los veloces “carros de carreras” partían ruidosos desde la avenida 10 de Agosto y daban varias vueltas. Con una suerte de miedo emocionado los veíamos pasar desde los montículos de tierra y grama que circundaban parte de la improvisada pista. Era infaltable que los mayores llevaran su radio transistor para pegarlo a su oreja y escuchar quién venía al volante: el Loco Larrea, Edi Carvajal, Fausto Merello... ¿quién?

Apropiarse de esa bella Quito no fue difícil; es que no había llegado aún el petróleo, ni los alcaldes cementeros y pavimentadores. Proliferaban las tienditas, los micromercados y los almacenes elegantes de la avenida Amazonas, o los tradicionales del centro histórico. Los horrendos malls y los impersonales hipersupermercados no existían ni en nuestros sueños.

Inversiones en riesgo

Vivimos a tres cuadras del final del pavimento, cerca del Estadio Olímpico Atahualpa, por un poco más de un año. Y ahora que el viejo mamotreto de cemento es parte de una bronca por partida triple, vivo exactamente a dos cuadras de él. Veo su graderío desde mi ventana y pienso que ya cumplió su función. Pienso que con clara visión construyeron este estadio al final de la avenida. Pienso que su función se concibió como un espacio deportivo y no como un sitio molesto para los barrios de su alrededor. El ruido que hace tronar las ventanas del vecindario en cada concierto, el caos vehicular que causa cada evento que ahí sucede, la luz arrolladora que rara vez se apaga e impide dormir, la mugre posterior a cualquier partido, concierto o carrera, son claras señales de que el Atahualpa ya no debe estar ahí. Tiene que irse al final de algún pavimento.

Resulta insólito que representantes de la Alcaldía de Quito, del Gobierno y de la Concentración Deportiva de Pichincha no sean capaces de sentarse racionalmente a conversar sobre este tema y los vecinos sigamos padeciendo. Es triste ver que los intereses políticos o personales siempre importan más que Quito. (¿Dije “racionalmente”? Tal vez pido peras al olmo). (O)