El fútbol alegra a un país, lo somete a la angustia, al desborde, a la esperanza, a la ira, a la incertidumbre y lo unifica. Convierte a cientos de miles de aficionados en comentaristas deportivos o técnicos de equipo. Cada vez se incorporan más mujeres a esos saberes. Y una cierta ingenuidad alienta al equipo que defiende la camiseta, la bandera, el honor de un país. Se escucha el himno con la mano en el corazón, la mirada al cielo o los ojos cerrados. Varias veces he confesado que nunca he llegado a ver un partido completo. Me pone tensa ese enfrentamiento que parece una guerra. Pero me encanta leer sobre fútbol. Uno de los libros que he leído y releído es Fútbol a sol y sombra, de Eduardo Galeano, el escritor uruguayo que colgaba en la puerta de su casa “Cerrado por fútbol” cada vez que se jugaba un mundial, veía todos los partidos y nos regaló esa pequeña obra de arte del libro que comento.

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En este país, donde los ciudadanos cada vez más parecemos hinchas de equipos que se odian entre sí, donde la violencia de una sociedad antes considerada cordial, amable, es incentivada desde poderes y mafias que nos enfrentan y nos desconciertan, nos envenenan y nos indignan con lo incomprensible de sus acciones, buscar la ayuda en lo que une es tarea prioritaria. Mandela lo hizo en la convulsionada Sudáfrica.

También he leído el libro Juego sucio, fútbol y crimen organizado, de Declan Hill, en el que una investigación minuciosa revela el engranaje de una nueva forma de corrupción global ligada al deporte, el mundo de las apuestas ilegales y la contaminación que se produce cuando equipos o jugadores se transforman en empresas comerciales y políticas.

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Pero me quedo con la frescura del entusiasmo de Galeano por el rey de los deportes y sus anécdotas. Así supe, por ejemplo, que en 1992, cuando la guerra asolaba a la antigua Yugoslavia y todo aquel considerado espía era eliminado sin miramientos por las facciones enfrentadas, dos periodistas que buscaban ir al frente de batalla se salvaron de ser ejecutados por los militares porque presentaron sus pasaportes mexicanos y estos admiraban a Hugo Sánchez, conocido por sus goles y las volteretas con que los festejaba. Emocionados, los abrazaron como hoy abrazaríamos a Messi.

Y que en Buenos Aires, en 1989, un partido entre Argentinos Juniors y Racing terminó empatado, por lo que fueron a los penales. Se definió al cabo de 44 tiros. Ya no quedaba espectadores en la cancha. Galeano titula “Indigestión” ese capítulo…

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Y supe que Zico, el jugador brasileño, disputaba un partido en Japón, y entró con tal ímpetu que avanzó corriendo más que la pelota. Al darse cuenta, retrocedió dando una voltereta e hizo un gol de chilena al revés, con la cara al suelo, la pateó de taco.

En uno de los espacios en que la corrupción no es todavía denominador común, es importante mantener la alegría y la certeza de que un trabajo en equipo bien realizado puede llevar a triunfos importantes, que el deporte es convocante y permite afianzar identidades y orgullo colectivos. Que se pueden enfrentar rivales aparentemente invencibles con preparación y propósitos claros, que construir un país en el que quepamos todos es posible si la disciplina y el respeto son pilares para propuestas democráticas. (O)