Habituados a las polémicas de los libros póstumos, que han proliferado tanto como elogios desmedidos y rechazos de envalentonados anacrónicos, la novela póstuma de García Márquez, En agosto nos vemos, es un desafío narrativo para quienes tantean otras perspicacias. ¿Qué habría completado el autor sobre esta historia de una mujer que decide volver cada año a la isla donde está enterrada su madre, y que en cada visita tiene encuentros fugaces con algún amante ocasional? Aparte de esta historia que se resume en una pregunta, lo que toda narración sugiere siempre es lo que Laurence Sterne advertía en su maravillosamente digresivo Tristram Shandy, de que “la mayor y más sincera muestra de respeto” que se le puede dar al lector “consiste en repartir amigablemente” la tarea de dejarle imaginar. Y aquí es donde vienen más preguntas: ¿podría haberse extendido cada uno de los episodios de las visitas anuales de Ana Magdalena Bach, digamos que en capítulos de digresiones mayores, para calar más a fondo el perfil de cada amante y cada expectativa? ¿O habría sido una abundancia innecesaria en un autor que en sus últimas novelas tendió a la brevedad? ¿O, más bien, esta novela responde al temple de un cuento breve que se le quiso escapar de la manos y García Márquez se percató de que no daba para novela pero como cuento era muy largo? Y más todavía: ¿qué punto de la memoria aflojó su despliegue en la gran mente del escritor anciano que no le permitía ese abanico que es toda novela, abanico que se abre sostenido por una mano firme y se agita simultáneamente para revolotear el tedio? Porque quizá esta es la pregunta esencial que ya no tendrá respuesta, o que un batallón de científicos cognitivos podría dedicarse a estudiar con cientos de casos para saber dónde menguan las sinapsis y las retenciones que hacen posible ese dispositivo de tiempo y memoria que es toda novela.

Lamentarse por el resultado menor de una narración que el autor desautorizó no viene a cuento. Hay que sacar provecho de esa disciplina comparativa que enriquece lo alto por lo bajo, y al revés. Quizá solo así se pueda comprender que el artificio genial de la narrativa de García Márquez no fueron solamente los dos o tres episodios fantásticos denominados realismo mágico, ni tampoco su capacidad para colocar adjetivos inauditos y despertar sustantivos arrinconados en la pereza verbal, sino la articulación concéntrica de historias que iban y venían con una gracia que se debía, sin duda, a una memoria prodigiosa y a una disposición a escuchar lo más auténtico, aunque fuera insignificante, de su propia percepción de las cosas, como ese tocar el hielo al inicio de Cien años de soledad. A fin de cuentas, el talento cuaja por la percepción. No es menor que los grandes escritores, desde Tolstói hasta Virginia Woolf, se manifiesten por la fineza de revelar una percepción como si fuera la primera vez que se la siente.

En la edición de En agosto nos vemos se reproducen al final páginas mecanoscritas con correcciones de García Márquez. En el primer capítulo hay una escena en la que Ana Magdalena Bach está en el bar del hotel de la isla y pide una ginebra con hielo y soda, “el único alcohol que se permitía y sobrellevaba bien”. A continuación, venía una oración larga que se eliminó en la versión final: “Había aprendido a disfrutarla con su esposo, un alegre bebedor social que la trataba con la cortesía y la complicidad de un amante escondido”. Quisiera entender por qué la eliminó. Primero de todo, rompía el instante de ella con su propia bebida, trayendo de otro tiempo y espacio a otro protagonista, su esposo, y abriendo una intriga también distractiva que se convertiría en pregunta: ¿por qué su esposo tiene la complicidad de un amante escondido? De hecho, es el menos indicado. Puede tener otro tipo de complicidad, pero no esa. Eliminada la oración, lo que viene a continuación es la clave perceptiva, cuando Ana Magdalena Bach bebe su ginebra: “El mundo cambió desde el primer sorbo”. Esta es la sensación inaugural, donde se repite la emoción del primer sorbo perdido en la memoria y la vida se vuelve un instante pletórico que no tiene comparación con ningún otro tiempo ni lugar.

El balance, entonces, cómo queda. Quizá habría que realizar la operación tentativa de separar sentido del estilo y sentido de composición de la novela. No porque puedan separarse, ya que están estrechamente unidos, pero en el caso de quien está perdiendo la memoria y las capacidades cognitivas —lo que ocurre con esta novela póstuma o trunca de García Márquez— revela que el estilo puede perdurar pero no el sentido global de composición de la novela. La historia mínima de Ana Magdalena Bach permite escuchar de nuevo esa modulación prosódica y adjetival de García Márquez, pero no recupera el despliegue arquitectónico de esos laberintos y órdagos narrativos que son Cien años de soledad, El otoño del patriarca, El amor en los tiempos del cólera o, incluso, aunque menor, quizá porque lo declara sin tenerlo, El general en su laberinto.

Cierro con una última conjetura: si no pudo ser cuento, si no se multiplicó como novela, ¿no habría sido quizá un bosquejo de un guion que no quiso decir su nombre? La visibilidad de sus escenas deja intrigas sin resolver que acaso un cineasta habría añadido eligiendo actores y gestos: ¿quién era aquel hombre que dejaba flores en la tumba de la madre de Ana Magdalena Bach? ¿Por qué al final decide ella llevarse los restos de su madre? Al lector que suponga que revelar esto destripa la novela de García Márquez solo puedo decirle que olvidará lo que he dicho y que, a fin de cuentas, lo importante es dejarse llevar por la prosa de uno de los mayores escritores del siglo XX, a donde sea que nos lleve, incluso a un esbozo entre la bruma. (O)