“Cuando rompa el hervor”, decían las abuelas, es que el agua está lista. Algo va a pasar. Es ese instante mágico en que todo parece al borde de transformarse. Ni quietud ni estallido, sino algo que palpita por dentro. Guayaquil está así. En ebullición.

No es solo ciudad de titulares sangrientos, de la Alcaldía descompuesta, de barrios sin ley donde el poder lo tienen las bandas y no el Estado. Sí, es verdad: hay zonas tomadas. Calles donde se decide quién entra y quién no, quién vive o muere. Y mucha gente que se siente sola, atrapada.

Pero hay otra ciudad. La del estero y el río. La de la brisa caliente que te golpea la cara como una bofetada y sin embargo no te tumba. La de la gente que canta, ríe, inventa, baila, sobrevive. La de mujeres que escriben poesía como grito y refugio. Mujeres desplazadas, viudas, huérfanas de hijos asesinados o hijas prostituidas por los capos. Mujeres que todavía tienen palabras, palabras heridas, pero bellísimas.

Las desconocidas ‘Gabrielas’ Mistral populares, esas que vienen de barrios donde algunos se preguntan qué puede haber de bueno allí.

Hay barrios que se sostienen por pura terquedad. Donde se organiza lo que no está organizado. Donde no hay presupuesto, pero sí decisión. Donde la ética tiene nombre propio. En Nigeria, por ejemplo, falleció Niséfora Alicia Tenorio Quiñones, “Nise”. No tenía cargo ni salario, pero era referente. Le decían “la ética”. Sus vecinos prometieron seguir su trabajo. Pintar los muros del Barrio de paz. Con o sin apoyo. Porque se lo deben a ella y a sí mismos.

Guayaquil también es eso. La ciudad que no sale en los noticiarios. La que resiste en silencio, con miedo, con rabia, con dignidad, con más corazón que recursos. La que se junta. La que dice: todos tenemos que arrimar el hombro.

Mientras las bandas ya no solo reclutan a niños pobres, sino –como advirtió la subsecretaria del Interior– también a los mejores estudiantes, porque sus mafias necesitan talento, la política tropieza. La corrupción, esa asesina, que mata no con manos limpias sino enguantadas, que robó recursos para Manabí, para salud y educación, es más evidente.

Pero la ciudad no se rinde. Está a punto de romper el hervor. Y si eso ocurre, no será por decreto. Será por decisión. Porque no basta con denunciar lo que no funciona. Hay que mostrar, cuidar y multiplicar lo que sí funciona, desde abajo, desde donde arde. Si dejamos que solo la violencia ocupe el espacio simbólico y real perdemos por abandono.

Este mes celebramos a Guayaquil. Celebremos también su rebeldía. Su corazón. Su gente que no baja los brazos. Los procesos que ya están en marcha y que, como semillas, llevan dentro ramas, frutos, sombra y porvenir.

Guayaquil no necesita superhéroes. Necesita referentes. De carne y hueso. Gente común haciendo cosas extraordinarias: vivir con dignidad en un entorno hostil.

Si queremos una ciudad menos rota, empecemos por ver a quienes la sostienen. No con discursos. Con acciones. No desde arriba. Desde el suelo que pisan sus pies cansados.

Porque la ciudad no se va a salvar sola. Se salvará si quienes la habitan deciden no seguir sobreviviendo… sino empezar, por fin, a vivir. Y eso –aunque sorprenda a muchos– ya está sucediendo. (O)