La parte radical de la variopinta gama de las izquierdas justifica la invasión rusa a Ucrania. Una explicación benévola consistiría en suponer que, ocupado en sus broncas internas, sus integrantes no leyeron noticias en las últimas tres décadas. Con esa mirada indulgente se podría suponer que no se enteraron que cayó el Muro de Berlín y, sobre todo, que la Unión Soviética desapareció y fue reemplazada por un sistema de capitalismo salvaje. Un capitalismo tanto o más brutal que el de la primera revolución industrial reflejado en El Capital de Marx (tan mencionado y nunca leído por ellos). Sin embargo, cuando la defensa la hacen en nombre de la ideología, la explicación benévola se anula. Se trata simplemente de ignorancia pura y dura o, en el mejor de los casos, de la visión maniquea sintetizada en “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, aunque este sea un sátrapa explotador peor que el enemigo.

Hay, por supuesto, autores que intentan darle un sustento académico. Son los casos del portugués Boaventura de Souza y el argentino Atilio Borón, que justifican la invasión rusa –a la que ellos se niegan a llamarla de esa manera– con un supuesto derecho histórico de Rusia sobre el territorio ucraniano y con la integración de algunos países de Europa del Este en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Ninguno de esos argumentos se sostiene en términos históricos y geopolíticos. Si se aplicara el primero sobre la realidad histórica de la península ibérica, posiblemente de Souza se quedaría sin país y si se lo hiciera en América Latina, seguramente la Argentina de Borón ganaría una provincia.

El segundo argumento lo asientan en la supuesta violación por parte de la Unión Europea y la OTAN de los acuerdos establecidos con Gorbachov en 1990 y de los de Minsk de 2014 y 2015. Si esto fuera cierto, sería un tema para tratarlo sobre la mesa y no bajo los tanques. La superficialidad del análisis trasluce la misma bizquera de los militantes de base, que en cualquier otro caso condenarían a la superpotencia no por ser tal, sino por invasora.

Entre las explicaciones de esa visión distorsionada se destaca una. Es la necesidad, de origen religioso, que tienen las izquierdas radicales de contar con un lugar sagrado que guíe sus acciones.

A lo largo del siglo pasado ese faro fue la Unión Soviética. En un momento se pensó que China podría desempeñar ese papel, pero la ilusión duró poco porque esta está ocupada en convertirse en potencia económica mundial y no le interesa embargar ese objetivo a grupos que en sus propios países son insignificantes, no se diga en el contexto internacional. Ante el riesgo de quedar abandonados, buscaron el amparo de la madre Rusia que, al fin y al cabo, después de sepultar a la glasnost y a la perestroika, recuperó su larga tradición de autoritarismo. Las izquierdas radicales restaron importancia a la diferencia ideológica, a la confrontación izquierda-derecha, y la sustituyeron por la lucha contra la democracia liberal, a la que llaman despectivamente formal. Eso las situó en la corte de Putin, donde se encontraron con la ultraderecha europea. Juntas cocinaron el plato indigesto de las izquierdas a la putinesca. (O)