“Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues sin que hubiera hecho nada malo, una mañana fue detenido...” y la historia continúa como lo imaginan: la vida de K deshaciéndose entre malentendidos, rumores y justicia aplazada, verdades existentes pero inalcanzables, realidad subyugada a la necedad. El proceso se titula esta novela de Franz Kafka, autor que conocía el significado de vulnerable, no tanto de la vulnerabilidad de la víctima de un crimen (dignificada por la verdad y la búsqueda honesta de justicia) sino la solitaria angustia del sospechoso.

Si hace un siglo resultaba aterrador que alguien te apuntara con el dedo y te declarara culpable, hoy resulta infernal. Ya no solo las autoridades tocarán a tu puerta, hoy se meterán a tu cama miles de opinadores. Si hoy alguien quiere dañarte, si decide calumniarte, convertir media verdad en verdad, un rencor en bomba atómica, no necesita periodistas ni abogados, tan solo una cuenta de Twitter y una historia verosímil. O inverosímil (¿quién se fija ya en detalles o se detiene a pensar antes de piar?). Es demasiado larga la lista de calumniados declarados instantáneamente culpables por la opinión pública. Leemos al azar un tuit de C acusando a K de A o B y se nos seca la tinta gritando ¡culpable! ¿Es que no nos interesa la verdad, no desearíamos examinar antes la versión del acusado, los testimonios de testigos? ¿De cuándo acá abrazamos con tal fanatismo el distópico lema: “culpable hasta que pruebe lo contrario”?

El célebre j’accuse del infame caso Dreyfus destruyó la vida de un inocente y sigue actualizándose en versiones más o menos graves de lo mismo: alguien decide arruinarle la vida a otro acusándolo de un crimen no cometido (o transformando una falta de juicio en delito). Rencor, sed de atención, resaca mal digerida, ¿cómo empiezan estas historias? Meses atrás se viralizó el vídeo de un músico judío acusando al empleado de un hotel de Leipzig de un ataque antisemita. Bastó un j’accuse para catapultar a cientos a las calles (y enfurecer a miles en redes sociales) exigiendo la destitución del empleado y el boicot del hotel, pues la administración, a falta de pruebas contundentes, se negó a tomar represalias previas al proceso. Tras entrevistar a testigos y analizar las cámaras de seguridad, la justicia alemana determinó que la acusación era falsa. Ahora es el cantante quien debe responder ante la justicia. ¿Se avergüenzan hoy quienes asumieron la honestidad de la víctima y exigieron castigo inmediato para el acusado? Afortunadamente, el sistema protegió la identidad del empleado. ¿Pero qué sucede cuando alguien en Twitter lanza un j’accuse con nombre y apellido? ¿No hay derecho a un proceso previo al veredicto? ¿Tenemos el deber de creer a todo acusador solo porque tiene la “valentía” de acusar? Valientes son las víctimas reales que sufren doble ultraje: el de su victimario y el de los falsos acusadores cuyas mentiras refuerzan la suspicacia natural de toda persona inteligente. Valientes quienes se atreven a responder al acusador con sensatez: “Su denuncia, como todas, deberá ser probada en las instancias correspondientes”. Los villanos de esta historia son los denunciantes que, aprovechándose de movimientos necesarios como el #MeToo o #fightantisemitism, restándoles legitimidad capitalizan alguna afrenta e inflan su ego con la empatía superficial de los crédulos. (O)