Corría el mes de septiembre de 1985. En esos tiempos, sin teléfonos celulares, tabletas, laptops, internet, cable ni Netflix, el mundo transcurría lentamente. O al menos así nos parecía a quienes vivíamos cada largo día, esperando que llegue la hora del programa de TV, que pasen las noticias y las novelas; esperando que pase la semana entera para el nuevo capítulo de la serie del domingo de noche.

Los cinco canales de TV que tenía la televisión ecuatoriana operaban desde poco antes de las 07:00 hasta las 24:00. La televisión era la vida de la mayoría de los niños y jóvenes que transitábamos por esa época, y todo lo que en ella ocurría, todo era importante. Y todo lo importante en el mundo pasaba por la TV.

Eran tiempos mucho más “conservadores” que los actuales; o si lo vemos desde la óptica de los progresistas, digamos que era una época en que los prejuicios raciales, sexuales y los estereotipos formaban parte de la normalidad cotidiana.

Aclaro que no me sitúo en ninguna de las dos visiones. Cumplo con describir una situación para mayor comprensión de la idea central de esta columna.

La familia se reunía frente a la TV en pocas ocasiones, pues el fútbol generalmente ahuyentaba a las mujeres y las novelas, a los varones, pero había ocasiones especiales que aglutinaban a todos: algún flash informativo de Televistazo, la transmisión del cambio de mando presidencial, el concurso de Miss Universo, la entrega de los Premios Óscar y, por supuesto, el Festival Internacional de la Canción OTI (Organización de Televisión Iberoamericana).

En ese ambiente llegó Jesús Fichamba en representación del Ecuador al Festival Internacional de la Canción OTI 1985, que en esa ocasión tuvo como sede el Teatro Lope de Vega, en Sevilla, España.

Vestido con poncho, alpargatas y su ancestral moño, se plantó a cantar La Pinta, La Niña y La Santa María, composición de Luis Padilla (en disputa), bajo la dirección musical del maestro Gustavo Pacheco, frente a un auditorio que no salía de su asombro al verlo plantado de esa manera, en ese lugar de galas y convencionalismo.

Siempre he sostenido que fue la canción perfecta para el momento y la ocasión, con el intérprete perfecto y con una ejecutoria y manejo escénico perfecto.

Un indígena, orgulloso de sus raíces, encarnando con su voz la fuerza de Rumiñahui, rindiendo homenaje a Colón, rememorando la resistencia indígena, fantaseando con la magia de nuestras tierras; todo ello, con un marco musical épico interandino y coros que, a veces, bien representaban el azote de las olas atlánticas sobre las carabelas, y en otras, el sufrimiento de quienes se vieron despojados violentamente de sus tierras.

Es muy probable que el terremoto que azotó a México, dos días antes, haya influido en que, al final, el primer lugar se lo lleve su representante por una canción intrascendente; pero sin duda, Fichamba y su mensaje calaron hasta los huesos en todos quienes, rebosados de orgullo, tuvimos la gracia de verlo; y sobre todo, en ese viejo continente que lo aplaudió a rabiar.

Paz en la tumba de Jesús Fichamba. (O)