Esas cosas solo se vivieron en la segunda mitad del siglo XX. En 1970, en la revista Vistazo me enteré de la muerte del escritor japonés Yukio Mishima mediante el terrible método de suicidio por seppuku o harakiri. Desde entonces anduve a la caza de cualquier noticia sobre el malogrado novelista. En una revista mexicana tipo cómic leí el primer cuento El bosque floreciente. Fuerte y delicado. En Playboy de julio del 76 apareció un artículo sobre la película El marinero que perdió la gracia del mar, basada en la novela de Mishima con el mismo título. Traía unos tremendos fotogramas, ¿no? En ese reportaje me enteré de que existía un actor que se llamaba Kris Kristofferson. Pude ver la película nueve años después, tardé otros cinco para conseguir la novela. ¡Tanta demora!, bueno, es que también uno que se va a vivir en pueblos encerrados por los Andes. Desde tal localización geográfica, ¿no es atrevido intentar dar vistas de aquel vibrante medio siglo de provocadores filmes y novelas? ¿Y por qué no?
En 1978 vimos por primera vez a Kristofferson, pantalla de por medio, en el filme Nace una estrella, junto a la ya famosa Barbra Streisand, éxito de público y de caja, pero cinematográficamente olvidable. En todo caso, tuvo menos problemas con la censura que El marinero. En cambio, por esa misma época Kristofferson llegó con la memorable Alicia ya no vive aquí, del joven director Martin Scorsese. Y lo vimos junto a Ali MacGraw en la divertida Convoy, de Sam Peckinpah. Pero este luminoso momento cinematográfico, junto a fulgurantes actrices y famosos directores, se atascó y una vida brillante amenazó en irse por el desagüe, barrida por el alcohol y las drogas. Hijo de un general de la Fuerza Aérea, quiso ser escritor. Algo quedó de eso, pero trabajó en una empresa de dragados y salió del servicio militar convertido en piloto de helicópteros. Becado a la Universidad de Oxford, fue un notable alumno y deportista connotado. Antes de obtener su título en literatura inglesa, comenzó a meterse en cosas peligrosas, la música, por ejemplo, con pobres resultados.
Trabajando como piloto comenzó a escribir música. Desde una plataforma de helicópteros despegó de nuevo la carrera que al final lo salvaría y engrandecería, pues juraba que tal fue el sitio en el que escribió Help Me Make It Through the Night (el traductor automático lo convierte en “Ayúdame a pasar la noche”, que no creo que recoja todas las connotaciones pecaminosas del título original). La rockera Janis Joplin subiría al cielo cantando Me and Bobby McGee. En el Ecuador se escucha poca música country, es minoritaria, lo que se dice “de culto”. Algo de este desapego se asienta en traumas y complejos atávicos. “Es que es música de cowboys”. ¿Y cuál es el problema?, pero el country es mucho más que western, un mero subgénero y no el más importante. Por todo esto, pocos saben quién fue este Kris que se murió el fin de semana pasado. No me voy a quedar allí, en el compositor y cantante. Intento rescatarlo como arquetipo del ser humano del siglo XX tardío, empeñado, con idas y venidas, en un proyecto existencial de vida y creatividad, en construirse con arte para llegar a ser. (O)