¿Se puede salir del hueco de inseguridad que viven Guayaquil y algunas principales ciudades del país? Recientemente, por razones profesionales, estuve de paso por Medellín (Colombia), considerada hasta inicios de este siglo una de las ciudades más peligrosas del mundo, con una serie de estigmas y leyendas sangrientas que la mantuvieron sumergida por mucho tiempo, pero en la que, en algunos sectores, pude caminar sin mayores contratiempos. Sin la constante sensación de inseguridad que se siente ahora mismo en Guayaquil.
Con las altas tasas de homicidio que sufrió esa ciudad colombiana en los noventa y a inicios del siglo XXI, resulta difícil ver cómo muchos de los procesos urbanos han logrado reordenarse, y aunque existen sitios a los que te recomiendan no acercarse, esa sugerencia no deja de ser marginal, mientras la mayor extensión del territorio ahora es vivible gracias a que muchos pusieron el hombro, asumiéndose como parte de la solución.
Sectores como el de la comuna 13, que muchos hemos visto retratados en tristemente célebres películas y series, que elevan a la categoría de antihéroe a los capos de diferentes tipos de tráficos ilegales, sean actualmente sitios donde “no se pierde una aguja”, como decía con orgullo Germán, un transportista que te lleva hasta ese lugar, ahora cargado de arte, ingenio y autenticidad, y te entrega con toda la confianza del caso en manos de una de las fundadoras del barrio que perdió a su único hijo durante la violencia desmedida de los 90 y ahora se dedica a reivindicar la cultura popular del sitio.
¿Realismo mágico? Sin duda, pero tangible, más allá de las historias que dejó para la humanidad otro orgullo colombiano, García Márquez. Una experiencia que parece reñida con la lógica. ¿Pantallazo político-social? Podría serlo en cierta medida, porque no hay forma de garantizar que todos los que aparentan haber abandonado el delito y la informalidad del comercio estén cumpliendo tal compromiso.
¿Un costo demasiado alto? Y no me refiero a algún pago monetario por la transformación, o algún subsidio, sino al costo social, en vidas, porque requirió de la intervención armada controversial de las fuerzas del orden que en su momento ingresaron a las zonas más amagadas por el hampa, en sus diferentes facetas, y con dureza, a sangre y fuego, aceleraron procesos que las sociedades civilizadas cumplen en estudiadas etapas. Son los “daños colaterales” reprochables todos, que siembran de víctimas inocentes lugares de donde se extirpó algo que dañaba a la sociedad. Etapa en la que nunca quisiéramos ver a Guayaquil, pero que parece ser aceptable por muchos que claman por la mano dura antes que por procesos.
Medellín, la tierra del mediático cartel y de la confluencia de múltiples facetas del hampa, ha podido, lo está logrando, y eso a quienes añoramos el Guayaquil de hace menos de una década nos hace sentir que lo que estamos viviendo no será eterno. No puede serlo. Aprendamos de experiencias como las vividas en sociedades tan parecidas como la paisa, tomemos lo bueno, desechemos lo malo y sigamos adelante, que después de cada noche oscura viene inevitablemente un amanecer. (O)