El resultado de las elecciones presidenciales del domingo 2 de junio sorprendió a muchos mexicanos. Esperábamos la victoria de la candidata oficial, Claudia Sheinbaum, pero no la proporción abrumadora en que se dio: 60 % de los votantes lo hicieron por ella, y solo 28 % por Xóchitl Gálvez, su principal opositora. En el Congreso, el partido Morena y sus aliados tendrán mayoría absoluta. Parecería el triunfo de la democracia. Lo es, porque el ciudadano votó de manera masiva. Pero el proceso estuvo manchado por la continua intervención ilegal del presidente López Obrador en favor de su candidata. Y el resultado mismo puede conducir a una grave regresión histórica.

En cierta medida hemos vuelto a la era del PRI (1929-2000) cuando por cada seis años los presidentes mexicanos tenían el poder de un monarca absoluto. Pero ahora ha surgido una variable nueva, preocupante: la sombra de López Obrador sobre la nueva presidenta.

Las mañaneras

Para explicarlo, vale la pena recordar el pasado inmediato. Este país transitó a la democracia en el periodo presidencial de Ernesto Zedillo (1994-2000). Reformando desde dentro el sistema que Mario Vargas Llosa bautizó, en 1990, como “La dictadura perfecta, Zedillo se negó a designar a su sucesor, consolidó la independencia del Instituto Federal Electoral (IFE) bajo control ciudadano, abrió la competencia entre partidos en el Congreso, reestructuró a la Suprema Corte de Justicia dándole plena autonomía, respetó la libertad de expresión.

Las elecciones del año 2000 y 2006 dieron la victoria a Vicente Fox y a Felipe Calderón, ambos del PAN. Pero el triunfo de Calderón contra el popular candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, fue tan estrecho, que este –en un presagio de lo que haría Trump en 2020– se declaró víctima de un fraude. Su presencia gravitó desde entonces sobre la administración de Calderón y la de Enrique Peña Nieto, el frívolo candidato del PRI, que fue electo en 2012, pero cuya gestión estuvo manchada por la corrupción. En ese contexto, era natural que, en 2018, el 53 % de los votantes eligiera a López Obrador como presidente para el sexenio 2018-2024.

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Como todo populista, desde su arribo al poder AMLO alentó la polarización, hostigó la libertad de expresión, desacreditó el instituto electoral (que le dio el triunfo), buscó anular la división de poderes, despreció de varias formas el orden legal. Pero hay un rasgo propio en AMLO que no comparte con otros populistas: su aura mesiánica. Se ha comparado siempre, abiertamente, con Jesucristo.

Y, en consecuencia, comenzó el reparto de los panes: una serie de ambiciosos programas sociales (entre los que destaca el reparto de dinero) que a través de un ejército de “Servidores de la Nación” ha llegado a decenas de millones de hogares. Al mismo tiempo, como todo redentor, ha sido omnipresente. Ha aparecido de lunes a viernes en un programa de televisión de tres horas llamado La mañanera, en el que decreta la verdad oficial, calumnia a sus críticos, estigmatiza a la oposición y miente de manera sistemática, pero en los noticiarios de la televisión privada (dominante en México y muy popular) su mensaje no ha tenido mayor crítica ni contraste con los datos. La autocensura ha sido feroz, por temor a que AMLO retire las concesiones.

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Los críticos hemos señalado gravísimos errores. AMLO ha encargado al ejército labores como la administración de carreteras y aduanas, o la construcción de trenes, aeropuertos y refinerías (todas altamente improductivas). Ante el crimen organizado y la delincuencia, instauró la política de “abrazos, no balazos”, que se ha traducido en la cifra sin precedentes de 186.000 muertes violentas en lo que va del sexenio. En salud, desapareció el Seguro Popular, cambio en el que perdieron cobertura 20 millones de personas. Según el informe del grupo de expertos, sus malas decisiones en el manejo de la pandemia de COVID-19 provocaron 224.000 muertes. En términos ecológicos, el Tren Maya destruyó siete millones de árboles (6.659 hectáreas deforestadas) y para su construcción se rellenaron decenas de cenotes y cavernas.

Este balance hizo creer a muchos –yo entre ellos– que, si bien Claudia Sheinbaum –su candidata elegida– se llevaría el triunfo, la competencia con Xóchitl Gálvez, la buena candidata de la oposición, sería más cerrada. De hecho, en los escenarios que llegué a trazar, consideraba poco probable un triunfo arrollador. Pero preví que, en ese caso, Sheinbaum (formada en la izquierda académica, científica de profesión, persona inteligente y seria) seguiría (o se vería obligada a seguir) el libreto de AMLO. El resultado sería la asfixia de la democracia.

Tristemente, creo que la previsión podría no estar errada. Sheinbaum asumirá la presidencia el 1 de octubre, pero los legisladores de Morena y sus aliados, un bloque con la capacidad de avalar leyes sin debatir con sus opositores, entrarán en funciones un mes antes. Eso significa que tendrán el tiempo suficiente para aprobar el paquete de reformas constitucionales que AMLO (dueño de ese partido) ha propuesto y con las cuales anulará la autonomía del Poder Judicial y del Instituto Nacional Electoral (el anterior IFE), y destruirá el INAI, el organismo encargado de la transparencia. Cuando Sheinbaum tome posesión de la presidencia el 1 de octubre, quiéralo ella o no, el daño estará hecho. No habrá límites internos. Las voces independientes en la prensa, algunos medios y las redes sociales seguirán activas, pero incluso si Sheinbaum (como ha declarado, y yo lo creo) respeta las libertades, el peso de los críticos, como demostró el resultado electoral del 2 de junio, sería limitado.

Estados Unidos sigue siendo un límite externo. El único, junto a los mercados financieros, que han comenzado a ver con malos ojos este giro autoritario. Creo que Sheinbaum podrá separarse de ese libreto en todo lo que atañe al Tratado de Libre Comercio. Quizá libere el sector energético (hoy paralizado por el dominio estatal); quizá haya más cooperación entre ambos Gobiernos en el tema del narcotráfico; quizá la oportunidad comercial del nearshoring se aproveche y México siga creciendo a una tasa modesta.

Pero por un tiempo, quizá largo tiempo, México no solo habrá vuelto a la “dictadura perfecta” sino a un régimen en el cual habrá una presencia (la de AMLO) que intentará colocarse como una autoridad por encima de la presidenta. Para colmo, según la Constitución vigente, el mandato de la presidenta podría ser revocado en tres años, si el Congreso (dominado por AMLO) lo decide. La gran incógnita es: ¿logrará Claudia Sheinbaum lidiar con un país violento, polarizado, inseguro, devastado en sus instituciones de salud y educación, debilitado en sus finanzas públicas, que sin embargo confía en el hombre al que decenas de millones ven como el salvador? Nadie en México puede responder a esa pregunta. (O)