La función pública terminó devorando al exministro Juan Carlos Zevallos. Podríamos decir que se trata de un fracaso individual y colectivo: ni él pudo en lo personal terminar con una buena gestión –para su propio nombre y reputación– ni el país vio reconstituida una política pública sólida en el campo de la salud, ni un plan de vacunación claro y encaminado para salir de la pandemia.
La idea de haber sido devorado por la función pública tiene una connotación dolorosa: Zevallos tuvo el valor, el patriotismo incluso, de hacerse cargo del Ministerio de Salud en el momento más crítico del sistema de salud público, en pleno inicio de una pandemia desconocida, en medio de los escándalos de corrupción por las compras de medicinas en la red pública de hospitales, con un gobierno débil, y un aparato estatal golpeado por la crisis fiscal y los ajustes permanentes a su personal y presupuesto. En medio de todo ese panorama complejo, su valor y patriotismo fueron vencidos por un sistema institucional que devora todo. Cuando menos habría que agradecer el gesto, pero a la vez evaluar bien por qué se vio forzado a irse por las sombras.
El ministro se va y queda solamente el escándalo por el manejo de las vacunas, su inmenso error de haber confundido la gestión pública con su condición de hijo, y la ausencia de un plan para enfrentar la crisis sanitaria. No tenemos un buen diagnóstico y balance de la situación en la que se encuentra el sistema de salud pública: sus capacidades institucionales, el personal con que cuenta, los presupuestos, las infraestructuras y las necesidades, su transparencia. Solo sabemos que cualquier persona que asuma el cargo de ministro tendrá que enfrentar problemas gigantescos en las mismas condiciones de fragilidad con las que se enfrentó Zevallos.
A las equivocaciones por un concepto errado de lo público, la propia precariedad del Estado y sus capacidades, se suman la debilidad del gobierno y la falta de visión y conducción. Desde hace rato que el país tiene la sensación de que Lenín Moreno espera solamente concluir su periodo de gobierno. Una larga y lenta inercia final que tiene al país con una estela de problemas y crisis no resueltas: la económica, la sanitaria, la social, la política y la carcelaria, esta última apenas la punta del iceberg de una realidad pavorosa que tampoco ha querido ver el país.
Resulta dramático que los sucesivos fracasos de los ministros queden simplemente como debilidades y fallas personales. Cuenta la experiencia, la trayectoria, la preparación, por supuesto, pero también, y sobre todo, las condiciones institucionales y políticas en las que llevan adelante sus funciones y la propia visión del gobierno con relación al Estado. Quizá ese cúmulo doloroso de crisis que vive hoy el Ecuador se deba a una sola: no haber tenido la capacidad y la imaginación para sustituir ese todopoderoso Estado del modelo del correísmo, que ahora amenaza con volver, con uno fuerte y eficiente, y haberlo dejado agonizar lentamente para devorar a todos quienes intentan, con sinceridad y patriotismo, ejercer la función pública. Fracasos individuales y colectivos. (O)