La inauguración de los Juegos Olímpicos de verano, París 2024, fue un espectáculo grandioso y penoso en el cual la historia y ciertas formas de una contemporaneidad altamente cuestionada por muchos fueron reconstruidas y representadas por grupos de actores en uno de los escenarios urbanos más icónicos de la cultura francesa. Se la realizó a lo largo del río Sena, que atraviesa el corazón de la capital gala. Ese sector de la ciudad es un lugar de visita obligatoria para todos quienes llegan a París, que es la urbe que atrae al mayor número de turistas en el mundo.

Fue la primera vez que la ceremonia de inauguración de los juegos se realizó en espacios abiertos, captados por cámaras de alta tecnología que llevaron esas imágenes y sonidos a la gente de todo el planeta que admiró este gigantesco evento. Las lentes de esos dispositivos de video mostraron a los deportistas que desfilaron a bordo de barcos que descendían por el Sena y a un entorno maravilloso, en el cual la Tour Eiffel, el puente de Austerlitz, el Jardin des Plantes, la Île Saint-Louis y la Île de la Cité fueron los protagonistas de un escenario en el cual quienes asistieron presencialmente admiraron directamente lo que estaba pasando y también pudieron seguir todo el trayecto del desfile en las ochenta pantallas gigantes y altavoces que se ubicaron estratégicamente.

Las luces, el sonido, la puesta en escena en general, el fuego olímpico, los deportistas que lo llevaron, contribuyeron para que esos momentos sean –al mismo tiempo– de lo más deslumbrantes y desconcertantes. Todo ese inmenso trabajo lleno de talento, ciencia y tecnología no respondió a los altos principios del deporte olímpico, definidos por la excelencia, la amistad y el respeto, sino que atentaron en contra de ellos cuando presentaron un espectáculo que ofendía sin ambages a quienes viven de acuerdo a referentes morales tradicionales, a las confesiones religiosas de muchos y a los valores que les son sagrados. La deplorable representación de la última cena, fundamental momento bíblico y la grotesca coreografía realizada por personajes, que son la antípoda de las virtudes declamadas y defendidas por tantos, muestra –por decir lo menos– una gran arrogancia que arrasó con todo y vilipendió al espíritu olímpico.

C’est bizarre que quienes exigen tolerancia, inclusión, respeto a la diversidad no lo practiquen. Piden respeto y, aún más, aprovechan cada espacio local e internacional para posicionar sus ideas que contradicen lo que los otros creen y defienden; y, en el colmo del desparpajo, no aceptan que aquellos defiendan sus criterios. Tolerancia para lo propio. Intolerancia y descalificación para lo de los otros.

Para fortalecer este escenario, levantado a pulso y dominado por un segmento social –muy activo– de la cultura contemporánea, se construyen figuras jurídicas que posicionan y blindan a esa decadente parafernalia. Tal es el caso de la categoría jurídica denominada “progresividad de derechos”, que busca impedir cualquier discrepancia con lo que consideran son conquistas intocables, intentando forzar a la civilización a transitar por formas de vida que son rechazadas por muchos. (O)