Con el paso de los años, esta ciudad un día extraña y ajena se ha ido poblando de memorias, rincones conocidos, rostros habituales. Llevo tanto tiempo en Leipzig que ya colecciono nostalgias: una visita a mi antiguo barrio me saca lágrimas (me recuerda cuando era una mamá joven recién llegada a este país y divorciada, empujando el coche con mi niña por la nieve, diciéndome qué dura se me puso la vida), he lamentado la bancarrota de tiendas y bares donde alguna vez compré y bailé, ya hice amigos y los perdí: se fueron, se alejaron o murieron. Ya tengo una vida de presencias y ausencias aquí, rituales y nostalgias: ya puedo decir, esta ciudad es mía. Mías las calles lúgubres en invierno, las huellas imborrables de la guerra, la nieve iluminando la noche; míos su río, sus canales y puentes; mía su historia y cultura (Bach, Mendelsohn, Schumann, Napoleón, Goethe); pero mía, sobre todo, porque en sus calles y edificios he llorado y reído, ganado y perdido, aprendido y cambiado.

No sé si vivir acá me ha espesado la sangre o si siempre me fascinó lo extraño, lo vulnerable (...) la vida que no oculta la muerte.

Llevo 15 años en Leipzig, pero no me siento una quinceañera sino todo lo contrario: el peso del tiempo y la experiencia me han quitado esa ligereza frívola y descuidada con que solía vivir. Hoy me parece tragicómica esa Shakira vengándose de la infidelidad de su ex siguiendo el guion de una fantasía adolescente: la despechada poderosa, famosa, cuerpazo que hace lo predecible: sacarle en cara a su ex lo que se perdió, demostrarle que sin él está mejor y de paso insultar a la moza. Si hizo bien o mal es lo de menos, se me antoja un gesto banal. ¿O en serio creemos que alguna otra madre de dos hijos humillada y traicionada por su pareja de esta forma, sin dinero ni fama, podría “empoderarse” así y salir a “facturar” con su despecho? Yo diría que no. Pero qué sé yo, al parecer a muchas esta reacción de Shakira les inspira. A mí me inspira aquello que me conmueve, y me conmueve lo que me transforma. Me inspira esa pareja de chilenos ancianos a los que desde hace seis años veo paseando todos los domingos por mi cuadra. Antes iban de la mano, susurrando en español, con ese aire de soledad de los refugiados políticos; hoy él la empuja en una silla de ruedas, ella con la mirada ausente, ya sin palabras. Me conmueve recordar al vecino del convertible rojo: un anciano alemán al que cada sábado observaba, desde la ventana de mi cocina, en el patio trasero del edificio contiguo lavando su automóvil con una ternura y dedicación sagradas, para luego sacarlo a dar una vuelta por las calles maltrechas de nuestro barrio. Un sábado el carro rojo esperó en vano. Y un mes después los nuevos inquilinos lo abandonaron en el desguace.

No sé si vivir acá me ha espesado la sangre o si siempre me fascinó lo extraño, lo vulnerable e imperfecto, la vida que no oculta la muerte. Me aburre un mundo dedicado a celebrar la frivolidad adolescente, me ilusiona en cambio el nuevo Premio Alfaguara otorgado a Cien cuyes, del peruano Gustavo Rodríguez, una novela tragicómica sobre la vejez: “Un libro conmovedor cuyos protagonistas cuidan, son cuidados y defienden la dignidad hasta sus últimas consecuencias”. La leeré esta primavera, a orillas del Elster Blanco. (O)