En ejercicio de la facultad que le otorga el artículo 148 de la Constitución, el presidente de la República decretó la disolución de la Asamblea Nacional mediante una de las dos causales para las cuales no necesita la autorización previa de la Corte Constitucional.

Con la típica forma de hacer política del Ecuador, la Revolución Ciudadana dijo que “era ilegal” lo que había hecho el presidente, pero que ellos iban a las elecciones. En otras palabras, la Revolución Ciudadana legitimó la acción del presidente. El otro partido interpelante, el Social Cristiano, que no desea la elección pues está en su peor momento en muchas décadas, adujo la ilegalidad de la medida.

Es decir, todos los actores tienen siempre el interés electoral y partidista por encima del interés del país.

El presidente fue arrinconado, y quienes hoy protestan por la decisión carecieron de la más capacidad de análisis y de lógica. Por más que el presidente no hubiera querido hacerlo, si se lo acorralaba, lo iba a hacer. Y así pasó. La Asamblea quedó disuelta.

La Corte Constitucional, de otra parte, se lavó la cara. Puso al país al borde del caos, admitiendo un juicio que no tenía ni pies ni cabeza, con ampulosos razonamientos jurídicos que no podían ocultar un “acomodo político” de la decisión. La rapidez con la cual actuó en esta ocasión evitó que se calentaran los ánimos y que el país entrara en lo que menos le conviene, que es la confrontación política y el florecimiento de las pasiones.

La inevitable medida tomada conlleva a una nueva elección, que se dará entre agosto y octubre, dando un nuevo presidente poco antes de que finalice este año, dejando alrededor de 18 meses de un gobierno claramente de transición.

La gran pregunta es: ¿Habrá espacio en ese gobierno de transición para tratar los gigantes problemas estructurales de fondo, que deben ser resueltos con urgencia, como subsidios, tasas de interés, seguridad social, legislación laboral, reforma educativa, reducción de grasa estatal, falta de inversión, apoyo a la minería de gran escala? La respuesta es clara: No habrá ese espacio. El que gane buscará echarle la culpa de todo al gobierno anterior, ser lo más populista que pueda ser, para asegurar la reelección.

Y por supuesto, que el actual presidente, en medio de un proceso electoral, no tocará tampoco estos graves problemas estructurales.

En todo este proceso, de un gobierno saliente que tiene poco espacio de maniobra y uno de transición que lo sucederá, la economía se agravará, los problemas de fondo seguirán carcomiendo la estructura económica del Ecuador, y se seguirán ahondando las dificultades para que el país pueda avanzar. Esos problemas intocados nos pondrán más cerca de la megacrisis fiscal que este país está gestando, donde el Estado se quedará sin capacidad de pagos, y que puede llevarnos a insospechadas consecuencias no solo económicas, sino sociales y políticas.

Hoy, viendo retrospectivamente los hechos, creo que se puede concluir que la disolución de la Asamblea debió darse mucho antes, pues no se puede gobernar con un Legislativo científica, anímica y políticamente estructurado para lograr la destrucción del Ejecutivo.

Lo único cierto es que todo es más incierto hoy, que la incertidumbre jamás ayuda a la economía, que el país ve cada vez más lejos la posibilidad de realmente despegar hacia el progreso y el desarrollo.

Que los presidentes en general cometen errores, es cierto. Que el Ejecutivo comete pecados políticos graves, sí. Pero que la mediocridad creciente de las asambleas y su capacidad de chantaje son insoportables, es también una realidad. Quien escribe esta columna lo sufrió en carne propia.

La Asamblea del año 92 obligó al Ejecutivo a lo que los analistas políticos llamaron “el contrato colectivo”. Eran partidas extrapresupuestarias para obras específicas, partidas que iban a los municipios de los partidos que “apoyaban” los proyectos de ley del Ejecutivo, que eran esenciales para modernizar y sacar el país adelante.

Cuando como vicepresidente me di cuenta de la corrupción que había en esas obras, y lo empecé a denunciar al país con evidencias, la respuesta de la Asamblea fue clara: usar sus controles políticos de la justicia para iniciar un inicuo juicio penal a mi persona y luego un juicio político en la Asamblea. Montar una campaña en contra del vicepresidente. Me costó 20 años de exilio a mí y a mi familia, y díganme, estimados lectores, si las asambleas mejoraron y la práctica política mejoró. Ciertamente que no. ¿Quién duda hoy de que mis denuncias fueron ciertas?

Los partidos no son capaces de formar acuerdos transparentes para compartir el gobierno en forma decente. Piden cosas bajo la mesa, y casi siempre corruptas, y cada vez más esta realidad vuelve ingobernable al Ecuador.

Veremos qué nos depara este camino abierto por la disolución de la Asamblea, pero ciertamente el Ecuador muestra una vez más que es difícil creer en su viabilidad futura. (O)