Según el pintor Kurt Landor, uno de los protagonistas de La escalera de Bramante (Seix Barral, 2019), novela de Leonardo Valencia, en el primer instante ante una pintura no se necesitan palabras. “Ni las palabras ni las personas son necesarias cuando uno descubre una pintura”, piensa, precisamente cuando evoca el retrato inconcluso que en su juventud inició de su amiga Dora Lerner, y que debe retomar al final de su vida y su carrera. Su reflexión es, creo, sobre la aparición del arte, la imagen, o un momento creador: “El espectador que contempla la obra de arte repite el mismo instante mudo en que el pintor, abandonado al silencio buscado en su taller, sin interrupciones, sin esperar a nadie, se detiene delante del lienzo en blanco y tantea sus materiales como si no supiera qué escoger”. Quizá, ese primer momento frente al lienzo vacío o a la página en blanco del novelista, es más significativo, difícil y misterioso que el mismo cuadro o la misma novela que devienen de ese instante. Y tal vez es aquel el gran tema, o uno de los grandes temas, de la novela que Leonardo Valencia escribió durante alrededor de una década y que vio la luz en el 2019.

La leí en Nueva York, en los albores del verano de ese año, casi de corrido y sin aliento. Terminar de leer las últimas páginas se sintió como una catástrofe. Es decir, como se sienten los libros esenciales. Yo, que me preciaba de ser reseñista de libros, no pude escribir nada. No tenía palabras. Leer La escalera de Bramante había sido como contemplar por primera vez una pintura añorada durante muchos años. Días más tarde, recuerdo, partí a Europa, en el contexto de un proyecto académico tras los pasos, tal vez, de Kafka, y no pude dejar de pensar en Leonardo Valencia y su novela cuando contemplé, al fin, las obras de Tina Blau, Emil Nolde, Egon Schiele o Gustav Klimt en el Palacio Beldevere; esa emoción primigenia que, años atrás, ya me habían provocado Goya, Van Gogh y Dalí, así como los grandes músicos que han sido y siguen siendo el soundtrack de mi vida.

Sostiene Leonardo Valencia que la pintora ecuatoriana Araceli Gilbert se cruzó con el jazzista Sydney Bechet en París, entre 1951 y 1952. En realidad, nunca se conocieron, o él nunca la conoció a ella. Gilbert lo escuchó en la sala de conciertos Pleyel y nunca pudo olvidar su música. Él decía que cada instrumento cuenta una historia y que cada historia tiene un lenguaje. Tenía adentro de sí demasiadas historias, por cuanto necesitaba de una variedad de lenguajes. La Banda de un solo hombre era el concierto de sus contradicciones. Cuando Araceli Gilbert lo escuchó, el sonido puro y marcado del clarinete y el saxo, con un profundo registro melancólico, se quedaron gravados en su memoria en una aparentemente arbitraria combinación de colores y sonidos. La literatura, entonces, es una llave a la memoria, no solo la nuestra, la de todos. Por eso dice Valencia en La escalera de Bramante: “Un guía en un museo, concluye Landor, nunca te hará ver un cuadro. Está ahí para que no te pierdas, literalmente para que no te pierdas en ti mismo”. (O)