“Se nos dice que el contrato, como Dios, está muerto. Y así es”. Parafraseando a Nietzsche, el profesor americano Grant Gilmore empezaba su famoso libro The Death of Contract.

¿Habrá –como sugiere Gilmore al final de su libro– una oportunidad para la resurrección y la Pascua?

En la enseñanza jurídica de los Estados Unidos se había instalado la idea de que el common law tenía una teoría de los contratos. Según esta idea, las reglas de los contratos habían sido “descubiertas” por los jueces anglosajones a través de un largo proceso histórico. Estas reglas se apoyaban en la premisa de que el contrato era una expresión de la libertad y formaban un sistema coherente que determinaba cuándo había un acuerdo y qué ocurría si uno de los contratantes incumplía con sus obligaciones.

Gilmore argumentó que, en realidad, la teoría de los contratos era algo reciente y artificial. Sostuvo que una teoría de los contratos en el common law solo empezó a concebirse a finales del siglo XIX. La forma en que se desarrolló esta teoría fue seleccionando casos que servían para reafirmar ciertos puntos, al tiempo que se descartaban aquellos que los contradecían. Luego se presentaban los casos en una forma tal que parecía que existía una lógica interna. El propósito era dar sustento a la revolución industrial y a la ideología económica del laissez faire. Los casos “demostraban” que los contratos eran el producto de la voluntad de las personas y que lo más conveniente para una sociedad es limitar el monto de la indemnización por el incumplimiento del contrato al propio contenido del contrato y no al daño que se pueda producir como consecuencia de factores externos.

Pero para Gilbert los días del laissez faire habían terminado y, en consecuencia, también los de una teoría del contrato. En una economía con intensa intervención estatal, la teoría del contrato debía ser absorbida por la responsabilidad civil (“torts” en la tradición anglosajona). La ley debe regular los acuerdos en la misma forma en que regula los daños. Si alguien promete algo y no lo cumple, entonces origina un daño y debe indemnizar una cantidad de dinero equivalente a ese daño. Corresponde a la ley –y no a los contratantes– decir qué acuerdo merece protección y hasta qué punto. No es la libertad la que genera la obligatoriedad de los contratos, sino la fuerza de la ley.

En el Ecuador los contratos están altamente regulados. Se nos dice sobre qué contratar, pues la ley prohíbe ciertos acuerdos, como la venta de órganos o la fijación de precios entre competidores. Se nos dice cómo tenemos que contratar, porque la ley establece formalidades para la validez del contrato, como la escritura pública para la venta de inmuebles. Y se nos dice en qué términos tenemos que contratar porque se regula el contenido del contrato, como la fijación de precios en la venta de combustibles.

Ante esta regulación legal, ¿tenemos que coincidir que el contrato, como Dios, está muerto? ¿Habrá –como sugiere Gilmore al final de su libro– una oportunidad para la resurrección y la Pascua?

Tiempo después de The Death of Contract, Charles Fried, otro profesor americano, sostuvo que el contrato es la práctica moral de prometer y que está vivo… (O)