En su primer informe de 2020, el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas encontró que, como parte de la política estatal, las Fuerzas de Acciones Especiales era uno de los organismos más comprometidos en la comisión de graves violaciones a los derechos humanos e incluso de crímenes de lesa humanidad en Venezuela. Junto con la Policía Nacional Bolivariana, las Fuerzas de Acciones Especiales son probablemente responsables de 64,5 % de las muertes documentadas en 2019 en ese país.

¿Y quiénes son detenidos arbitrariamente, torturados y asesinados? Los “desenchufados”, es decir, los que no quieren ser cómplices y encubridores del Estado. Los que no reciben las gotas que caen de algún contrato sucio realizado con o a través del Estado. Los que prefieren padecer hambre antes que reprimir a los suyos. Los que sufren una precariedad extrema, una desesperación real más allá de los videos propagandísticos que nos muestran supermercados bien surtidos en Caracas. Los que han quedado atrapados en el país, tras la partida de casi ocho millones de sus compatriotas.

¿A qué equivalen esos 7,74 millones de venezolanos expatriados, cada uno con sus características genéticas y de personalidad únicas en el mundo? Es como si un país entero, como Nicaragua o Serbia, se mandara a mudar y no quedara rastro de sus formas de vida, del lugar donde aprendieron a hablar, de las calles que recorrieron de niños. Se podría pensar que esa fue la intención del Gobierno de Venezuela todo este tiempo: crear las condiciones para prescindir del mayor número de habitantes. A la final, eso disminuye la presión sobre el Gobierno, sus cómplices y sus encubridores. Mientras más rápidamente desaparezca la población insatisfecha, más segura está la voluntad de quienes ostentan el poder.

Hace unos días, reflexionaba sobre el significado del llamado éxodo venezolano. Se podría describir como un genocidio económico, ya que ha implicado la imposición de condiciones de vida de forma calculada para conseguir la destrucción física de un grupo humano. El gobierno ininterrumpido de Nicolás Maduro ha devenido en la eliminación de casi ocho millones de personas de una zona geográfica delimitada: al norte, el mar Caribe, al sur, Colombia y Brasil y, al oeste, Colombia. Su ausencia no es exclusivamente material. Es posible que también seamos testigos de un genocidio cultural, pues con cada persona se va su historia, su memoria, sus costumbres, sus valores y hasta su forma de hablar, su legado individual y grupal.

Todos quienes no tuvieron padrino para estudiar o trabajar, los que no le sirven al régimen de alguna manera, habrán salido o estarán por salir de Venezuela. En cada familia venezolana hará falta quien guardaba las recetas de la abuela, quien tenía la llave de repuesto de la casa del amigo, quien cuidaba a las mascotas del vecino cuando regresaba tarde. Y cada vacío ocupará el espacio de la lápida de una tumba. Pero, al igual que en otros genocidios, como el armenio entre 1915 y 1923 o el de Ruanda en 1994, los demás, incluidos los Gobiernos extranjeros, no pueden hacer más que observar. (O)