María es la dueña de una tienda; ahí se compra el pan de la mañana, las manzanas para la colada, y entre risas comenta los últimos sucesos de la cuadra. La tienda del barrio es el sustento de muchas familias, las que al igual que la de María construyen su historia con esfuerzo. Pero María se plantea la idea de cerrar su negocio, porque en la esquina se abrió un supermercado.

De un tiempo acá, los grandes supermercados tapizan los barrios del país. Con sus ofertas satisfacen varias necesidades, dotan de víveres a precios con rebaja, garantizan la cadena de frío, generan empleo; pero también condenan a varias familias a cerrar sus tiendas.

Las cadenas de supermercados tienen impacto en la economía popular, así lo muestran los estudios de la Escuela Politécnica Salesiana (Segovia Ortiz, 2023), quienes señalaron que “los grandes supermercados incrementaron sus ventas pasando de 3.420 a 4.050 millones de dólares entre el 2020 al 2024”. La preferencia por comprar en cadenas de supermercados al parecer se profundizó en el período de pandemia, como señala la investigación realizada en Guayaquil (Delgado Merchán, 2022).

El cierre de las tiendas de barrio es un aspecto que debe ser considerado en el análisis de la economía popular, y tomado en consideración en el contexto de crisis que ataca a Ecuador, donde las fuentes de trabajo escasean y llevan a las familias al límite de la supervivencia.

Esos aspectos deben leerse juntos: la crisis social y la desaparición de fuentes de trabajo. Como lo explicó Lawrence Kohlberg –en el análisis sobre el desarrollo moral–, en ciertos individuos solo prima el interés propio. De ahí que la apertura de supermercados sin estudiar el impacto social puede quebrar la economía comunitaria, lo que debería generar la pregunta “¿Qué pasa cuando se elimina el sustento de las familias?”.

El cierre de las tiendas de barrio no es solo un tema económico: es un asunto moral que debe pensarse en detalle. Cuando se abre un supermercado –solo en busca de ganancia– es evidencia del nivel moral utilitarista. La falta de análisis de las autoridades que permiten dicho fenómeno es parte del problema, porque son corresponsables del quiebre de las economías locales.

Para superar las crisis sociales y reducir la violencia se requieren niveles superiores de moralidad, entre esos la responsabilidad social empresarial, que implica que cada empresario identifique el impacto de sus decisiones en el bienestar global de una sociedad, además de que asuma un grado de compensación y vínculo con el barrio.

Y aquello no es simple, porque es atractivo optar por la ganancia en lugar de la solidaridad. Es fácil reemplazar puestos de trabajo por mecanismos automatizados de autopago, drones que esparcen semillas, camiones que no necesitan conductor o una IA que finalmente sustituirá a todos. Es hora de que el nivel moral superior bañe a las empresas y a las universidades, que deben forman profesionales conscientes. Caso contrario, el desempleo y la extrema pobreza son el caldo de la violencia social. (O)