Steven Pinker explica que en el lenguaje ordinario, en las frases más comunes, hay que utilizar una compleja serie de subrutinas que organizan las palabras. Decir “mañana compraré pan” o “se te olvidó pagar la cuenta de la luz” corona una pirámide más que asentar una base. Si pensamos en expresiones como “Pienso luego existo” (Descartes) o “Lo bueno, si breve, dos veces bueno” (Baltasar Gracián), las subrutinas son un entramado de historia de la filosofía, de la literatura y una depuración que el tiempo ha logrado luego de siglos, por no mencionar que esa condensación tiene eufonía, lo que permite que estas frases viajen hasta nosotros cargadas de una energía y una verdad, de manera que sobreviven por encima de las particularidades de cada época. En El instinto del lenguaje, Pinker puntualiza que se trata de una “tecnología que funciona tan bien que a menudo el usuario da por sentado sus resultados, sin preocuparse de descubrir la compleja maquinaria que se oculta bajo los paneles”. Si nos detuviéramos a analizar cada frase, podríamos desenrollar largos caminos que nos hemos acostumbrado a caminar casi a ciegas.

El problema surge cuando no podemos desenrollar ese camino y las palabras quedan lejos de nosotros, y las consideramos inútiles, exageradas, poco prácticas o incluso aberrantes. Decir “Heil Hitler” requiere por un lado una comprensión de lo que este saludo significó en el siglo XX por el horror criminal del nazismo de su líder Adolf Hitler, pero por otro lado es una ironía sobre cualquier despotismo. En cualquier caso, los lenguajes establecen códigos sobre los que se mueven desde los usuarios más inocentes a los más implicados. Sin necesidad de llegar a esos extremos, el lenguaje también es una expresión de sabiduría humana, no solo porque establece maneras de comprensión prácticas, sino porque incluyen consideraciones o matices enriquecedores en varios sentidos. La etimología consiste en el estudio del origen de las palabras y los sentidos que estas tuvieron en el pasado como una especie de verdad que sobrevive, semilla dispuesta a devolver la vida.

El lenguaje se vuelve problemático cuando no se accede a los sentidos que se le atribuyen. O mejor dicho, cuando se utiliza un lenguaje específico codificado de tal manera que solamente puede utilizarlo un determinado grupo humano, que no solo corresponde a una nación sino a pequeños grupos. Esta codificación cerrada que convierte en clave ciertas palabras, expresiones o giros se blinda de tal manera que conforma en sí mismo una burbuja, aislamiento donde no solo que se produce una desconexión con una realidad más amplia y general, sino que enceguece a sus usuarios, e incluso los vuelve inmunes a la comprensión de que el mundo es mucho más amplio que el de sus creencias. En el estudiado lenguaje de las sectas se establecen límites verbales para que sus abducidos eviten darse cuenta de que los códigos en los que se mueven los tienen atados de manos. De ahí la importancia de tener un sentido amplio e histórico del lenguaje, de no adscribirse a formas arbitrarias de su uso que se pretenden imponer en el marco de un período muy corto y, sobre todo, impuesto verticalmente desde un estamento privilegiado, en vez de que sea su uso continuo en el tiempo el que le dé carta de validez. Todas las imposiciones verticales de cambios abruptos en el lenguaje son formas despóticas, cargadas de una instrumentalización que revela el carácter sectario de quienes pretendan imponerlas. Así ocurrió precisamente con el lenguaje del nazismo, sobre el que escribió el gran filólogo alemán Victor Kemplerer con un desgarro vital en su libro LTI, la lengua del Tercer Reich, así como las imposiciones al italiano por parte de Mussolini. Pero no hay que ir tan lejos: las sectas, e incluso los círculos de corrupción, desde los círculos más altos a la base de las pequeñas coimas, desarrollan sus propios códigos aislados que sirven de justificación para que las exigencias de la realidad sobre lo que no se debe hacer blinden a sus adscritos. Sumarse a supuestas verdades es la transacción perversa de no detenerse a mirar el alcance real de las palabras, ni siquiera la alerta de sensatez que está en la etimología. Lo que el lenguaje codifica en subrutinas operativas pasa a un primer plano impositivo donde se pierde el contacto con la realidad y se llega a despropósitos de generalizaciones que justifican cualquier atropello. No hay que apresurarse con las palabras. Sopesarlas y comprender si pueden atribuirse lo que pretenden señalar.

La poesía, los cuentos y las novelas son el mecanismo que el mismo lenguaje proporciona para mostrar cómo las palabras se desdoblan desde la veracidad a la verosimilitud. Pueden hacer creer que algo es real y, al mismo tiempo, no dejan de advertir que se lee literatura. Es un simulacro, un juego. Un juego de gran aprendizaje porque permite ganar perspectiva frente a la rigidez de los discursos instrumentalizados. Les abre una fisura conjetural para advertir un exceso de manipulación e introducir la comprensión de que alguien se puede desenvolver en un equívoco. Este juego funciona siempre que se esté dispuesto a seguir sus reglas, con el propósito de aclarar, no de oscurecer, y menos aún de utilizar el juego para agredir, así como tampoco considerar al juego fuera de su condición y atacarlo sin entender su mecanismo. Kemplerer lo tuvo claro respecto a las imposiciones del Tercer Reich, que no quiso hacer distinción entre lo privado y lo público, y eso era lo que lo llevaba a que todo fuera discurso, y este se convirtiera en “apelación, arenga, incitación”. Frente a la palabra que acusa e incita, y que llega a la mentira para inducir a sus adscritos y seguidores, la palabra serena establece consideraciones básicas y advierte que empuñar una palabra como arma termina por revelar la verdadera violencia de quien la empuña. Así frente a las sectas, los fanatismos y la corrupción. Porque la corrupción empieza en el mismo lenguaje. (O)