¿Qué nos puede decir hoy, cuando está por cumplirse un mes de la invasión rusa de Ucrania, una novela como Guerra y paz de Tolstoi, publicada en 1869, y en la que fue Rusia la invadida por el ejército de Napoleón, al punto que tomaron la ciudad de Moscú? Para empezar, solo el título de la novela nos advierte de la preocupación de fondo, más allá de los bandos que se han conformado. Víctor Andresco, eslavista español, traductor de Tolstoi y prologuista de la novela, matiza el alcance semántico del título ruso original, Voiná i mir: “La polisemia de mir abarca no solamente la paz sino el mundo y, en una de sus acepciones más tradicionales, el conjunto de la humanidad, de modo que cabe atribuirle al título del libro, además, un importante matiz totalizador”. De manera que uno de sus sentidos posibles es Guerra y mundo, que la acerca peligrosamente a lo que ha despertado la preocupación de la humanidad: guerra mundial. Este ha sido el temor que durante las últimas semanas recorre la mente occidental, el de la incertidumbre de una escalada bélica que termine por recurrir al armamento nuclear. No nos encontramos, sin embargo, en un escenario neutral. Acabamos de salir de una pandemia que, por primera vez, provocó una cuarentena global y remarcó esa condición planetaria, ineludible, de la que alertó Hannah Arendt.

Los analistas políticos, especializados en temas eslavos, y los periodistas afincados en las zonas de bombardeos y combates, proporcionan una información actualizada. Yo quisiera ir un poco más atrás y con más perspectiva, porque la historia inmediata a veces agacha la cabeza para recoger el dato cotidiano, y otras veces necesitamos sacar la cabeza por encima del cúmulo de lo próximo y respirar el campo vasto de la naturaleza humana. Allí es cuando la literatura tiene algo que decir al precio de abrir el panorama hacia, justamente, el otro sentido de “mir”: el mundo de la paz. Las novelas sobre conflictos de guerra que han sobrevivido el paso de los siglos llegaron siempre tarde, y tuvieron que llegar tarde para hacerlo de otra manera. Frente a las guerras napoleónicas –tomemos como referencia la batalla de Waterloo de 1815– aparecieron décadas más adelante. La cartuja de Parma se publicó veinticuatro años después, en 1839. Solo cuarenta y siete años después otra novela, Los miserables, de Victor Hugo, aludió a la misma batalla en 1862. Y la mayor de todas ellas, la de Tolstoi, apareció cincuenta y cuatro años después. Por una cuestión de perspectiva temporal, en la que los siglos se reducen y sus protagonistas se acercan hasta la distorsión, creemos que Tolstoi vivió parte de las guerras napoleónicas y que, por la descripción vívida de la toma de Moscú por el ejército francés en junio de 1812, estuvo allí. No fue así. Tolstoi ni siquiera había nacido (lo hizo en 1828). Donde sí participó fue en el sitio de Sebastopol, entre 1854 y 1855, batalla decisiva por la disputada Crimea, que estaba en poder de los rusos y que una coalición de franceses, británicos y turcos recuperó luego de 200.000 muertos. Parece una ironía cruel que ahora los rusos vayan camino a recuperar Crimea de manos ucranianas.

Fue en esa guerra por Crimea que Tolstoi adquirió su visión sobre la guerra y la humanidad. No es posible reportar el resultado de una batalla, fue una de sus conclusiones, o mejor dicho: hay tantas versiones que solo luego de un tiempo se puede comprender lo que realmente ocurrió. Guerra y paz está plagada de digresiones reflexivas que sus editores mediocres suelen eliminar, empezando por el epílogo de casi ochenta páginas donde sustenta que es un error atribuir a un solo hombre, sea gobernante o héroe, la evolución de una guerra y el devenir histórico. Tolstoi considera que se trata de una corriente compleja, suma de infinitesimales que inciden en el desarrollo de la historia. Esto explica la vastedad de su propio escenario de personajes en la novela. Aunque está basada en los tres pilares de Andrei Bolkonsky, Pierre Bezújov y Natasha Rostov, abarca otras familias y decenas de personajes con mayor o menor grado de participación. No hay un héroe guerrero, ni siquiera Andrei, por el final que tiene, y Pierre es lo menos heroico posible, pero lo más humano en su realidad desorientada sobre la guerra, enorme con su sombrero blanco y la levita verde, blanco fácil para los soldados que lo observan frente a la colina de Mojaisk, en la batalla de Borodino, desvalido pese a sus buenas intenciones y superviviente por milagro en la invasión de Moscú.

Hoy los desvalidos visten de amarillo y azul, de los colores de Ucrania, y suman miles de muertos, más de dos millones de refugiados en los países vecinos, y muchos millones más de desplazados internos. En el mundo se han fijado los dos bandos previsibles que justifican a los rusos o a la OTAN y los Estados Unidos. La decisión de Putin de invadir Ucrania acarrea una nueva crisis económica a los rusos. Pero, ¿es Putin el héroe negativo que niega la visión de la guerra de Tolstoi? ¿Es tan inocente el pueblo ruso como el europeo que quiere expandir a la OTAN? Los rusos fueron humillados en el siglo XIX, nos lo recuerda la novela de Tolstoi, finalmente pacifista. Lo que parece remoto, recuerda que el fondo impenetrable del ser humano reposa sobre un oscuro fondo de violencia –que se manifiesta incluso en quienes enarbolan la paz– y que siempre queda hacer memoria de los vencidos, de los muertos, de los desplazados, no para que cambie la humanidad, sino para que en el momento decisivo sepas defender el margen mínimo de humanidad incluso frente al enemigo, como hizo Pierre Bezújov cuando salvó al capitán francés Ramballe del disparo absurdo que iba a darle el loco y borracho Makar Alexeievich, ruso como Bezújov. (O)