A principios del siglo XIX, teóricos y políticos “reaccionaron” ante los excesos de la Revolución francesa y otros movimientos que, tras derrocar a las monarquías absolutas, implantaron no la libertad y la tolerancia, sino regímenes homicidas. Desde entonces se habló de revolucionarios y reaccionarios. La “reacción” se concretó en los gobiernos ultramontanos y en la Santa Alianza, que devolvieron a muchas naciones europeas al “viejo régimen”. Igual, en las primeras décadas del siglo XX, tras las masacres desatadas por la Revolución rusa e intentos similares, que no trajeron igualdad, sino el gobierno totalitario de una casta, se produjo una reacción. Esta se materializó en los fascismos que terminaron en dictaduras parecidas a la amenaza que combatían.

Primeras décadas del siglo XXI, tendencias reformistas “progres” confluyen en lo que se denomina movimiento woke, vocablo inglés que, en este caso, debe traducirse como exaltado. Cada una de estas corrientes tienen un solo tema: pluralismo sexual, feminismo, comida saludable, antirracismo, indigenismo y otras, pero confluyen cuando se plantean disyuntivas políticas. Digamos que coinciden en la búsqueda de una radical transformación cultural. Son causas buenas, pero se las imponen en versiones extremas y deformadas. Pequeños grupos de activistas presionan a toda clase de entidades para obligarlas a aceptar sus fórmulas, para los cual recurren a calumnias, improperios, “escraches” y finalmente al vandalismo y la violencia. Mandatarios y dirigentes débiles y noveleros les allanan el camino, implantando las políticas de “cancelación”, que condenan al ostracismo cuando no a la prisión a quienes se oponen. Los argumentos que siempre esgrimen son intencionadamente elementales, no solo como método comunicacional, sino también porque rechazan la razón, la lógica y la ciencia, a los que consideran constructos colonialistas, machistas, racistas, etcétera.

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Esta revolución forzosamente genera una reacción. Con poca precisión la llaman “derecha populista”. Es una tendencia conservadora, que pretende mantener ciertos valores clásicos, a veces con un tinte religioso, sin que pueda calificarse de devota ni austera. Son poco dados a conformar movimientos orgánicos, pues abominan de “lo político”. Vagamente nacionalistas, practican un patriotismo huero, eso sí, rabiosamente xenófobo y quizá racista. Orden y seguridad les parecen prioridades ante las cuales pueden sacrificarse el Estado de derecho y hasta la libertad. Confunden ciencia social con socialismo, ecología con ecologismo, etnología con indigenismo, o sea, descalifican a la ciencia a pretexto de interpretaciones pseudocientíficas. Esto alimenta una fuerte actitud irracionalista. Es decir, los extremos se han topado.

El joven Emmanuel Macron, presidente de Francia, dijo que esta es una polémica que no debe importarse a su país, a pesar de que el movimiento woke tiene raíces en pensadores franceses. Igual, podría decirse que es una polémica que no interesa en Ecuador. De ninguna manera, solo les hago notar la cantidad de criterios woke que ha metido el correísmo en la constitución y en la legislación ecuatoriana. (O)