La palabra “crisis” es la más repetida en el ámbito político-económico del país desde cuando hay registro de gobiernos, democráticos o no. De toda índole, con todo tipo de apellidos, esta pequeña palabra ha ingresado con fuerza a la cotidianidad nacional, regional, local, barrial y hasta familiar, con dos denominadores comunes que afectan a su origen: la insuficiente generación de recursos que alcancen para todos; y el robo descarado, burdo, de esos escasos recursos en casos de corrupción protagonizados justamente por quienes utilizan para sí la palabra “honestidad” en cada oración que pronuncian.
Hoy la crisis se apellida energética y su calificativo es grave. Muy grave, diría yo, porque tiene al país postrado en la inacción y decepcionado de la clase política, la de ahora y la de antes, que sabiendo de la urgencia de la situación hidroeléctrica desde hace décadas; de los desatinos del Inamhi, al predecir lluvias; y de las megacoimas de las megaobras que supuestamente terminarían con este mal, parecen incapaces de tomar las decisiones valientes, quizás impopulares, para normalizar de alguna forma a este país de gente pacienzuda.
Y si miramos al entorno electoral, con comicios a la vuelta de la esquina, un presidente enfocado en reelegirse y una oposición, especialmente correísta, dispuesta a todo, y todo es todo, para ascender al poder que le ha sido esquivo en los últimos siete años, entonces la crisis ya tiene segundo apellido: crisis energética electoral, lo que la hace menos sensata y más volátil.
Poco ayudan, o más bien mucho desayudan, las desatinadas comunicaciones que profundizan otra crisis, con otro apellido: la crisis de credibilidad que sufre el Gobierno de Daniel Noboa, que empezó pidiendo aplausos para su ley “no más apagones” 1, pero que ahora acumula críticas virulentas luego de no haber cumplido tal propósito y hacer anuncios como el de la rebaja semanal de ocho a seis horas de corte, como tocaba justo ahora, y que ha tenido el Gobierno que cambiar por la sumatoria de esos dígitos, catorce horas de apagón diario, volviendo a cometer el error de culpar principalmente a la naturaleza y no a la falta de previsión suya y de sus antecesores.
Si bien no es este Gobierno culpable absoluto de que la energía dependa de la naturaleza, sí lo es de las decisiones que está tomando con aparente afán electoral y una extrema sensibilidad por lo que se diga en las redes: alejar lo que le sea impopular, aunque necesario en el contexto actual, como las barcazas que generan con los residuos de las refinerías, algunas que están incluso muy cerca para atender emergencias y que lejos de verlo como una ventaja comercial y operativa, se acoge el criterio tuiteriano de quienes todo lo sospechan, de contratos otorgados a dedo. La opción entonces es enviar aviones Hércules a buscar unos grandes motores diésel (combustible importado y subsidiado) que demorarán semanas en su montaje, pero sin duda saldrán mejor en la foto. Quizás sirva incluso esa foto para otra imagen electoral de cartón.
El país debe entender que la crisis no es nueva, al tiempo que el Gobierno debe tomar decisiones no electorales. La situación lo exige. (O)