Divina, melancólica y delirante. Así es la Maria Callas que ha concebido Pablo Larraín para completar su trilogía de películas sobre mujeres icónicas del siglo XX. Ha debido optar, acertadamente, por Angelina Jolie para encarnar el periodo final de una diva fundamental, en el ocaso y la derrota. Obra cautivadora, pero también tristísima como fue la vida de su protagonista. Maria, de hecho, lo tiene claro, por eso prefiere no lamentarse, pues piensa que la ópera, el arte en general, no nacen de la felicidad. El arte es la alquimia. Y su voz de soprano fue la alquimia que enamoró a los públicos más sofisticados de su tiempo.
La de Larraín es una Maria Callas que hace cuatro años no ha cantado. Vive en París, cuidada por su mayordomo y su ama de llaves, que le salvan cada día. Tiene dos perros, a los que casi no mira. Sueña o delira con la posibilidad de que un periodista apuesto le haga la última y definitiva entrevista, en la que pueda contar su visión del mundo o de sí misma. Una suerte de testamento estético porque presiente que el final se acerca, pese a que solo tiene 53 años. En las noches, recibe la visita del fantasma de Aristóteles Onassis, a quien no olvida. No sabe si el París que recorre y que sucede a su alrededor es real o producto del abuso de sus medicinas.
Es griega. Es decir, no le teme a la muerte, quizá la espera. Concibe a la tragedia de la existencia con cierto sentido aventurero y solemne, tal vez con la mirada irradiada por la milenaria tradición de su lengua materna, aunque domina varias. Odia el hecho de haber perdido su voz. Ahora solo es Maria, ya no la Callas, la Divina, La Prima Donna, la fuerza sobrecogedora que interpretó como nadie la Mamma morta de Umberto Giordano. Ahora su cuerpo es solo un cúmulo de fragilidades y ausencias.
Maria Callas quiere, con todas sus fuerzas, volver a escucharse. Que la alquimia que ofreció al mundo le sea dada. Pero cada vez es más difícil todo. Sabe o le advierte su médico que los esfuerzos descomunales para volver a cantar la podrían matar. Teme la posibilidad de no volver a escucharse, nunca. Escucha, como jamás lo había hecho, las viejas grabaciones que le llevaron a la cúspide del mundo. Está dispuesta a hacer todo lo que estuviera en sus manos para lograr el renacimiento de su voz soprana assoluta, que también fue sfogato y mezzo, en su colosal carrera desde el bel canto hasta Wagner, pasando por el verismo.
Hermosa, radiante y deshecha. Antes de la gloria en La Scala de Milán y el Covent Garden de Londres, su voz le había permitido sobrevivir al horror de una Europa sumida en guerras fratricidas y todo tipo de violencias. Su madre había sido su peor enemiga. Su hermana pudo olvidar o cerrar la puerta de la memoria para vivir. Maria Callas, sin embargo, reconocía sus heridas como una fortaleza del pasado, que ya no era heroica. Hubiera querido que aquellos que antes le ovacionaron, como la prensa, respetaran el hecho de haber perdido la alquimia. Quizá también le hubiera gustado sentir que el amor valió la pena. Pero no había sido así. Larraín prefiere creer que sí volvió, por última vez, a escuchar su voz. (O)